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Una producción independiente

Ariel Pichersky

Este cuento forma parte de un libro homónimo que puede encontrarse acá.


Para su camarín privado, Jorge Buisson exigía por medio de su representante una pared espejada, un sillón de un cuerpo de base giratoria más otros dos de base fija, frutas variadas, aire acondicionado constante, botellas de agua Evian frías y a temperatura ambiente, cinco grandes bolsas de hielo y doce toallas limpias cada día, una cinta de correr de última generación, un masajista, y para el baño, que nadie más que él podía usar, una tabla de inodoro de madera lustrada, papel higiénico triple y jabón antibacterial.

Romina me dijo que me quedara tranquilo y que la dejara hablar a ella. Entonces le dijo al representante que no era nuestra intención ser descorteses ni dejar de reconocer todos los cuidados y atenciones que merece un actor de la talla de Jorge Buisson, pero que la nuestra era una producción independiente de escaso presupuesto, aunque haríamos lo posible para que su representado se sintiera cómodo en los días de filmación.

Lo cierto es que el poco dinero que teníamos ya estaba asignado al alquiler de equipos y locaciones, a seguros, a modestos honorarios y a no morirnos de hambre en esos días. Nos habíamos presentado al subsidio para tener un poco más de aire, y al enterarnos de que nos habían seleccionado sentimos una mezcla de alegría y alivio. Esa noche, para celebrar, con Romina fuimos a cenar a un restaurante italiano de la mejor zona de Congreso.

La decepción llegó cuando el ministerio empezó a bicicletear el pago. Éramos varios los que estábamos en la misma, así que después de mucho insistir nos dieron una reunión en la que llegamos a un acuerdo: plata no iban a darnos, pero si queríamos se comprometían a conseguirnos una figura de primera línea.

Nos daban a elegir entre una decena de actores y actrices: protagonistas de telenovelas del prime time, de obras de la avenida Corrientes y de éxitos de taquilla de los últimos años que, en mayor o menor grado, habían hecho campaña por el partido oficial en los programas televisivos de la tarde. Claro que no estábamos contentos, pero era mejor que nada.

Nos decidimos por Buisson, de quien además podía suponerse que debía algunos favores por cierto caso de contrabando en el que había estado involucrado y del que, de un momento a otro, no se supo más. Pensamos que su presencia en el elenco nos abriría las puertas de los festivales del mundo, y si hablaba francés como el escritor al que había interpretado en una de sus películas más recientes, hasta podíamos llegar a Cannes y conseguir buenas entrevistas. Además, su cara en el afiche llenaría las salas de mujeres de treinta y cinco a setenta años durante al menos un mes. Valía la pena intentarlo.

Con el representante terminamos por acordar que, en la medida en que las instalaciones lo permitieran, dispondríamos de un lugar privado para Buisson, quien se encargaría por sí mismo de conseguir lo que necesitara. Perfecto entonces, gracias por la consideración, dijo Romina con una voz dulce y conciliadora que al cortar el teléfono se volvió operativa: ahora le mandamos el cronograma y terminado el asunto.

Buisson se excusó: no podría venir a las reuniones de elenco previas al rodaje; en compensación, insistió en invitarnos a almorzar a Romina y a mí. Nos citó en un elegante pero moderno restaurante japonés en pleno Palermo, y sugirió que pidiéramos una determinada tabla de sushi, especialidad de la casa. Cuando dejé de fumar, dijo, también dejé el alcohol; yo voy a tomar agua, ustedes pidan lo que quieran. Por cortesía, nosotros también pedimos agua, que el mozo trajo y sirvió de tres botellas idénticas.

Jorge, le dijo Romina, para nosotros es un honor que participes del proyecto. El honor es mío, dijo él; poder aportar algo a cineastas jóvenes como ustedes es un privilegio. De inmediato se instaló un silencio que justifiqué con un sorbo de agua. ¿El libro es tuyo?, me dijo Buisson, porque es excelente… muy, muy bueno. Es una adaptación, dije yo, está basado en una novela. Ah, porque es muy bueno, dijo, el pibe… el vínculo que tiene con el padre… me gusta el mensaje. Es una buena historia, dije mientras el mozo nos acercaba una tabla de cincuenta piezas que incluía calamar, pulpo, variedades de salmón, y mariscos de carne blanca con aspecto fractal que nunca supe qué eran.

Romina dijo que lo más práctico, según nos parecía, era concentrar al principio de la filmación las escenas en que él participaba, así lo liberábamos pronto. Buisson escuchaba y asentía mientras doblaba la servilleta para llevársela al regazo. Lo que ustedes digan me parece bien, dijo y bebió de su copa lo que, a juzgar por la transformación de su cara, debía ser ácido muriático. Buisson se apartó de la mesa y escupió al suelo. Mozo, dijo, esto tiene gusto raro, hágame el favor de traer una copa limpia.

Esa noche le dije a Romina que ese tipo iba a cagarnos la película. Relajate, me dijo ella, tampoco es un papel tan importante, si se pone en divo le seguimos un poco el juego y listo, no pasa nada.

Buisson no iba a ser el protagonista. El rol principal lo tenía Pablo Nápoli, un actor que venía del under, alguien mucho más afín a nuestra búsqueda. Cualquiera que lo haya visto sabe que la cara de Nápoli sugiere algo detrás, que su mirada deja ver una personalidad compleja y contradictoria. El desafío era modular en ese primer plano la lucha interna de un hombre que batalla consigo mismo para devenir quien debe ser. Buisson iba a hacer de su padre, un melancólico que se niega a abandonar la casa familiar, ahora descascarada, húmeda y vacía.

Para esa locación reservamos un antiguo caserón por el barrio de Almagro. Lo había heredado Laura, una amiga de una amiga nuestra, y si bien en las condiciones en las que estaba no valía mucho como propiedad, ella sabía que era cuestión de tiempo para que una constructora le ofreciera muy buen dinero por tirarlo abajo y levantar una torre de durlock con amenities. Mientras tanto, Laura usaba la casa para organizar fiestas y la alquilaba a fotógrafos marginales. Para nuestra película era el lugar ideal.

El camarín de Buisson no era ningún lujo, pero sí una habitación con baño en suite. Cuando la abuela o la tía o la madre de Laura murió, cortaron los servicios, así que el baño privado contaba, además, a modo de cisterna, con su balde privado lleno de agua traída por una misteriosa manguera que entraba por la ventana. Laura nos había dicho que la usáramos tranquilos, que era agua corriente de la casa del vecino, con quien, según dijo, estaba todo hablado.

Por si llegábamos a necesitar alguno de los artefactos a gas, había garrafas. La luz, en cambio, sí estaba conectada a la red. En un principio también había una conexión ilegal, pero Laura había tenido que emprolijar las cosas para conseguir una habilitación municipal mínima. Nos dijo que una vez, antes de eso, un corto los había dejado sin luz en mitad de la noche y tuvo que suspender una fiesta y ponerse a echar drogadictos a oscuras. Por fuera de eso, las coimas que le pedía la policía le ahogaban el negocio, y más allá de todo, no estaba dispuesta a poner en riesgo su capital latente.

A pesar del aspecto, en la casa todo estaba más o menos bien, aunque la antigua instalación con caños metálicos, cables de tela y fusibles ya no servía. Lo más práctico para Laura fue hacer una nueva instalación exterior, así que íbamos a tener que cuidarnos de dejar fuera de cuadro las cajas blancas de tomacorrientes que había sobre los zócalos, un toque industrial moderno que cortaba la estética, por llamarla así, de aquel caserón clásico hecho mierda.

La noche anterior a la primera jornada de filmación, con Romina tuvimos una discusión estúpida que solo podía atribuirse a los nervios y que nos hizo dormir mal. Por eso, que la mañana siguiente Buisson llegase a la hora pactada me predispuso mejor. Del remise que lo trajo bajó un bolso deportivo y un pack de seis botellas de agua mineral nacional del segmento más alto. Apenas nos vio, sonrió como sonríen los galanes de televisión, y Romina me hizo un gesto para que fuera a ayudarlo a cargar las cosas.

Lindo lugar, dijo Buisson mientras subíamos las escaleras que crujían a cada paso. Ensayé una media sonrisa que no sé si él alcanzó a ver. A veces te toca el Hilton, dijo, y a veces Bagdad, qué se le va a hacer, pero todo bien, eh, no lo digo por vos, la profesión es así. Este va a ser tu camarín, le dije al abrir la puerta de lo que alguna vez fue la habitación principal de la casa. Él miró en redondo sin decir nada. Acomodate tranquilo, le dije, que en veinte hacemos maquillaje y vestuario. Cuando bajé, Romina me dio un beso y me preguntó si todo estaba bien. Todo bien, le dije, y vos, acá abajo, ¿todo bien? Romina dijo que sí.

Tres cuartos de hora más tarde, al set que armamos en la cocina bajó un Buisson pobre y envejecido, aunque todavía de cristalinos ojos celestes y con dos botellas de agua mineral. Nos asombró que el personaje coincidiera tanto con lo que habíamos imaginado. Le indiqué el orden de la escena. La idea era aprovechar que el espacio era grande y hacer una secuencia sin cortes desde un punto de vista alejado, de modo que él, al desplazarse, dejara vacía la mayor parte del campo. Primero debía colocar al fuego una pava de aluminio, y después hacer todos los pasos de la preparación de un mate en un jarrito de losa, para terminar encorvado sobre el mate, sentado a la cabecera de una mesa vacía.

Yo no tomo mate, dijo Buisson, me hace mal al estómago. No pasa nada, le dije, no tenés que tomar. Está bien, dijo él, pero tenés que explicarme. Explicar qué, dije yo. Cómo se hace, dijo, cómo se prepara el mate. ¿Nunca preparaste un mate? Te digo que no tomo, que me hace mal. Yo te muestro, dijo Romina y le mostró. A Buisson le bastaron apenas un par de intentos para que sus ademanes resultaran verosímiles.

Toma uno. Acción. Sin girar la llave de la hornalla, Buisson acerca un encendedor. No hay fuego. Corte. Toma dos: Buisson esta vez abre la llave, pero tampoco hay fuego; mira a cámara y dice: esto no funciona. Corte. Toma tres: Buisson enciende la hornalla, coloca la pava, busca el mate y le pone yerba hasta el tope. Toma cuatro: la pava golpea la mesada y la tapa cae al suelo. Toma cinco: Buisson abre el gas, la hornalla no enciende hasta el cuarto intento; se produce una pequeña explosión que lo asusta y lo hace retroceder; esto es un peligro, dice; pónganlo por computadora o lo que quieran, pero yo no lo hago.

Decidimos empezar la escena con la pava ya puesta y concentrarnos en la preparación del mate. Toma seis: muy poca yerba. Toma siete: Buisson clava la bombilla con demasiado ímpetu. Toma ocho: mate ensopado. Toma nueve: el polvo de la yerba hace estornudar a Buisson. Toma diez: Buisson vuelca el mate. Descanso.

La estrella terminó una de sus botellas de agua y subió a su camarín. Yo me acerqué a Romina y le dije: nos va a cagar la película. Ya sé que estás caliente, me dijo ella, pero qué querés hacer; tratemos de sacar al menos una toma buena; con un par de minutos alcanza, y después ajustamos en pospro; ahora dejá que sigo yo. Unos momentos después, Buisson bajó a decir: disculpen que los interrumpa, pero me parece que el botón del inodoro no funciona, ¿alguien puede ir a ver?

El contrato de Buisson prohibía fumar donde él estaba, así que aproveché para salir a la calle a tomar un poco de aire. Cuando apagué el cigarrillo vi venir a Nápoli algo más temprano del horario de citación. Me gustaría conocerlo antes de la parte que hacemos juntos, dijo, si puede ser. Estamos terminando una escena, le dije, está medio complicado el asunto; yo te diría que vuelvas en un rato. Me quedo a un costado, dijo Nápoli, no hay problema.

Con instrucciones de maestra jardinera, Romina logró que Buisson hiciera su parte. Hubo que resignar la secuencia sin cortes, pero con lo que teníamos íbamos a poder armar algo decente. Después del almuerzo, movimos los equipos a una sala de la planta baja y armamos la puesta para una de las escenas finales, donde se revela que, a pesar de ciertos cambios aparentes, padre e hijo habitan dimensiones subjetivas irreconciliables, con lo que ya no resulta posible entre ellos ninguna relación.

Cuando lo mandé llamar, Buisson bajó de inmediato. Se lo presenté a Nápoli, que le estrechó la mano con una efusividad de turista japonés. Así que vos sos el protagonista, dijo Buisson, mucho gusto. Nápoli, ingenuo, compró la falsa modestia de Buisson: que era un honor, que la vida, las oportunidades, los trenes, etcétera. Les dimos quince minutos para pasar texto.

Después de un mínimo ensayo, Buisson estaba listo. Miré a Nápoli y asintió. Comenzamos a rodar y la escena arrancó bien, hasta que Buisson dijo corten; tomó a Nápoli del brazo y le dijo ponete más acá. Yo dije mirá que estaban bien como estaban. Disculpame, dijo Buisson, pero a mí me parece que él tiene que estar más cerca, si no todo lo que yo digo del amor, de mis deseos de corazón y qué sé yo nadie se lo va a creer. Volvé adonde estabas, Pablo, dije, que a vos te toma esta cámara y a Jorge la otra, quédense así que están bien. Bueno, nos quedamos quietitos, dijo Buisson y Nápoli sonreía. Este pibe nos está jodiendo, le dije por lo bajo a Romina. Ella me dijo basta, metamos el plan y punto; mientras antes terminemos, mejor.

Toma tras toma, Buisson se iba acercando a Nápoli, y yo me contenía para no decir nada. Pero cuando hacia el final de la escena cambió una línea entera de diálogo, tuve que decirle: te equivocaste. Ah, bueno, dijo él, ¿qué es esto, una dictadura? No sé de qué hablás, Jorge, el guión dice otra cosa, repasalo tranquilo y seguimos. Mirá, negrito, me dijo, sé perfectamente lo que dice el guión, ¿y vos sabés lo que es la improvisación de un artista?, porque a mí me parece que no tenés idea.

Romina dijo descanso de diez minutos, me agarró del brazo y me llevó a un cuarto de la planta baja. ¿Te podés calmar, pelotudo?, me dijo. ¿Pero no ves que está haciendo mierda la película?, le dije yo. ¿Y qué vas a hacer?, ¿lo vas a rajar?, ¿cuándo te pensás que vamos a tener otra oportunidad así?; además, no está haciendo mierda la película, cambió dos putas líneas que ni siquiera están en la novela, las escribiste vos, ¿eso te jode?, ¿ves que sos un egocéntrico?, todo el día pensando en vos, en vos y en nadie más, o te creés que a mí me gusta poner cara de pelotuda y hacer como si nada, a ver si madurás de una buena vez y empezás a hacerte cargo. Romina tenía razón. O nos lo bancábamos como venía o la íbamos a tener demasiado cuesta arriba para llegar con la película a alguna parte. Tenés razón, le dije, disculpame, seguí vos que yo no digo nada.

Cuando volvimos al set le ofrecí a Buisson unas disculpas que parecían sinceras. Olvidate, negrito, dijo él, si el arte no se vive con intensidad, no es arte, es otra cosa, está todo bien, de verdad, y sabés qué, te pido un favor, dijo, si puede ser, ¿no me bajan otra botella de agua? Le dije que sí, que no había problema, y miré a Romina, que asintió.

Subí las escaleras con los puños apretados. Al llegar arriba escuché silencio en el set, acción, y cerré la puerta con suavidad. El camarín sí que era amplio, y en contraste con la cantidad de gente y equipos y con la oscuridad de la planta baja, era un ambiente tranquilo y luminoso. Del bolso abierto de Buisson asomaba una muda de ropa, un par de zapatos y un libro con el dibujo de un cerebro en la tapa. Me pregunté cómo sería él en su vida diaria, con sus hijas, con su mujer, en una casa vidriada, en un barrio cerrado. Aproveché para ir al baño y, mientras meaba, el balde cisterna me hizo pensar que tal vez el tipo estaba poniendo lo mejor de sí. Como fuera, ya estaba decidido a no meterme: cuando terminaran sus escenas, para todos nosotros empezaba otro rodaje. Agarré una botella de agua con la imagen de una mujer joven, liviana y despreocupada, y abrí despacio la puerta del camarín.

Primero no pude escuchar bien, pero a medida que con cuidado bajaba los peldaños me di cuenta de que Buisson no seguía mis líneas, y por su tono de voz tampoco parecía improvisar algo relacionado con la escena. Ya más abajo entendí mejor: Romina le había dado alguna indicación y él se quejaba porque quiénes nos pensábamos que éramos, que él había trabajado con directores de Hollywood, que sin él esta película no era nada, y que por favor, encima tenía que bancarse que lo dirigiera una pendeja cualquiera. Romina una vez más se mostró conciliadora, y para cuando llegué al descanso de la escalera Buisson había bajado el tono. En cualquier caso, más allá de Cannes, de los óscars, de los tickets o de lo que fuera, yo no iba a tolerar que a mi novia se la tratara así.

Volví al camarín, miré por la ventana y respiré profundo. Abrí la botella, tomé de un tirón cerca de medio litro de agua y respiré varias veces más. No iba a arruinarlo todo. Iba a bajar y hacer como si no me hubiera enterado de nada. Pero ese hijo de puta no se la iba a llevar de arriba así nomás. En el baño, saqué la manguera del balde, completé la botella hasta arriba, y antes de cerrarla me la pasé bien por el culo.

De regreso en el set, me acerqué a Buisson, y en un mismo movimiento abrí la botella y se la di. Gracias, dijo, me muero de sed. Él dio un buen trago, y de inmediato en su cara se dibujó una expresión de asco. Hay que reconocerle un gesto de decencia en no haber escupido sobre Nápoli o sobre mí, y haber apartado la cara hacia la pared, con la mala suerte de que ahí, tapada en el plano por la mesa, estaba una de las cajas de tomacorrientes de la nueva instalación eléctrica.

Al pasar la grabación en cámara lenta, puede verse cómo un rayo púrpura entra desde abajo y va directo a la cara de Buisson, junto con la explosión y la patada que lo tira hacia atrás.

Cuando su familia inició acciones legales nos enteramos de que Buisson en realidad no se llamaba Buisson, sino Rodríguez. Salvo eso, creo que el resto es historia conocida. Nuestra aseguradora no cedió ni un punto. El siniestro se había derivado de una imprudencia que nada tenía que ver con las indicaciones del guión, y había ocurrido en un lugar legalmente habilitado. No había nada que reclamar.

De Buisson rescatamos la secuencia del mate y una serie de largas miradas al suelo y a Nápoli, que con ciertos ajustes en el montaje sirvieron para la escena final.

Al público esperado se sumaron cientos de miles de espectadores llenos de un morbo alentado por los periodistas de espectáculos. En términos de recaudación, fue un verdadero éxito, y hasta llegamos a competir en San Sebastián.

A menos de un mes de haber vuelto a Buenos Aires, con Romina nos separamos. En el último tiempo, de mí ya no había nada que le viniera bien.


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59. Otras 44 consignas de escritura

  • Desarrollar un texto en el que un objeto ocupe un lugar que no le corresponde. 
  • Escribir un texto que contenga una solución creativa a un problema cotidiano. Puede ser que ese problema no tenga una solución convencional (¿cómo saber si la ropa tendida está húmeda o apenas fría?) o que sí la tenga (para tostar el pan se necesita una fuente de calor); en el segundo caso, no es necesario que tu solución sea mejor que la que existe. Esta solución puede ocupar un lugar central del texto, o bien puede quedar mencionada en segundo plano.
  • Escribir un relato de una página, dos, tres o las que sean. Lo importante es que en la mitad exacta de tu texto se largue a llover. Puede ser una lluvia esperada durante mucho tiempo o una más entre tantas. Puede ser recibida con entusiasmo, con miedo, con tedio o con indiferencia. Puede ser el eco difuso de un estado de ánimo o un escenario de pleno contraste con lo que se narra.
  • Tomar una frase hecha (acá va una lista, por si hace falta inspiración) y escribir un texto que la lleve hacia un lugar imprevisto. No es necesario incluir la frase en el texto.
  • Escribir un diálogo que tenga en cuenta lo planteado acá, o bien un monólogo de personaje en el que se dé por sentado lo que otro responde (por ejemplo, puede ser una conversación telefónica en la que solo nos enteremos de lo que se dice en uno de los extremos de la línea).
  • Trabajar con un “no es lo que parece”. Para que funcione, la imagen con la que trabajes debe permitir una doble lectura (la de lo que parece y la de lo que es). Sobre esto, siempre vale la pena volver a las tesis de Piglia.
  • Escribir un relato o una escena que empiece en una feria de cualquier tipo.
  • Escribir un relato o una escena en el marco de la navegación de un río.
  • Escribir un relato o una escena en la que haya un espacio con reglas, leyes o hasta principios físicos diferentes a los que se aplican fuera de él. Este lugar puede ser, por ejemplo, una embajada, una estación espacial, el campo de juego de algún deporte, etc. La acción narrada puede ubicarse dentro de este espacio, fuera de él, en un borde o también puede atravesar la frontera.
  • Escribir un texto en el que una autopista sea parte del escenario. La acción puede desarrollarse dentro de un vehículo en viaje, al costado del camino, en un trabajo de mantenimiento, durante unas vacaciones, un traslado especial o un trayecto cotidiano.
  • Escribir un relato que incluya una temática, una historia, una banda de música, una figura pública, un deporte, u otra cosa que te haya apasionado en algún momento pero ya no. Este elemento puede ser central en lo que escribas, secundario o una pincelada más en la escenografía.
  • Escribir un texto que incluya un animal, que puede ser esencial para la trama o no. Ante la duda, el azar siempre aporta una salida, así que va un generador aleatorio para traccionar la escritura con el primero que salga.
  • Escribir un texto que contenga una palabra en otro idioma, real o imaginario. Esta palabra puede ser traducida en algún momento del relato o no. Puede explicarse o no. Puede dar lugar a malentendidos o ser la mejor manera de nombrar algo que se identifica a la perfección. También puede funcionar como una palabra más entre otras.
  • Trabajar en un texto cuyo protagonista tenga que realizar, con mayor o menor destreza, algún tipo de cálculo. Puede tratarse de alguna cuestión matemática, pero también hay lugar para la interpretación metafórica: especulación, estrategia, distancia.
  • Escribir un texto en el que una tarea manual (cambiar una rueda, amasar una pizza, limpiar detrás de los muebles, cavar un pozo o cualquier otra) haga recordar al protagonista algo que tenía olvidado. Mientras menos directa sea la relación entre la tarea y lo recordado, mejor.
  • Escribir un relato en el que, de manera involuntaria, un personaje manifieste algo de su mundo interior a través de acciones corporales.
  • Escribir un relato en el que un viaje termine en un lugar distinto al que se preveía. En el medio puede haber un desvío, un accidente, un salto espacio-temporal o nada más que un error.
  • Escribir un texto en el que, de forma progresiva, una amenaza (real o imaginada) eleve lo máximo posible la tensión. Para el cierre, a veces (a veces) un final abierto puede ser más potente que el estallido de la energía acumulada.
  • Escribir un relato en el que entre en juego un disfraz o una máscara. El sentido común dice que lo importante es develar lo que está detrás, pero no tiene por qué ser la única opción. A veces, la imagen mostrada puede tener más para decir que aquello que oculta.
  • Trabajar en un texto que tenga en el centro o como premisa un acuerdo difícil de lograr, en el que algo se pierda y algo se gane. A los fines dramáticos, mientras más se pierda, mejor.
  • Escribir un texto que combine elementos de dos géneros literarios distintos. Por ejemplo: un crimen y un hada madrina; un desarrollo tecnológico y un sheriff; una percepción alterada por las drogas y un escuadrón de arqueros medievales.
  • Escribir un texto en el que la luz sea un factor importante. Por ejemplo, puede haber un escenario que se perciba distinto según la hora del día o la época del año, una mirada condicionada por la iluminación del momento, o un cambio repentino que oculte o revele lo que está delante.
  • Escribir un relato en el que un chico o una chica diga algo inconveniente. Este personaje puede estar en medio de un grupo (en la escuela, en una comida de celebración…) o bien en compañía de un único personaje adulto (por ejemplo, el narrador, que puede ser uno de sus padres o alguna otra persona de la familia).
  • Escribir un texto en el que dos personajes que no tienen nada que ver el uno con el otro se encuentran en un espacio reducido y se ven obligados o alentados a conversar. Ejemplos: música y veterinario encerrados en un ascensor detenido; nena en edad escolar y deportista profesional en asientos contiguos de un avión; enamorado compulsivo y director de tránsito en la fila para hacer un trámite municipal. Puede ser cualquier otra pareja en cualquier otro escenario.
  • Escribir un texto que altere el orden convencional de las narraciones. La idea es empezar por el final, y a partir de ahí reconstruir el relato hacia atrás. En ese recorrido puede haber giros que resignifiquen lo narrado.
  • Escribir un relato que transcurra total o parcialmente a oscuras.
  • Escribir un texto sobre un aparato que no funciona.
  • Escribir un texto en el que haya bicicletas
  • Escribir un texto que transcurra a lo largo de las cuatro estaciones del año.
  • Escribir un texto en el que los personajes hagan un recorrido habitual.
  • Escribir un texto en el que un árbol crezca mucho más de lo previsto.
  • Escribir un texto en el que un sombrero apriete demasiado.
  • Escribir un texto que incluya una venganza divina.
  • Escribir un texto sobre un deporte inventado.
  • Escribir un texto sobre relaciones de absoluta conveniencia.
  • Escribir un texto sobre un veneno implacable.
  • Escribir un texto sobre una adicción inexistente.
  • Escribir un texto desde el barro en el fondo de un pozo.
  • Escribir un texto sobre lavar un par de zapatillas.
  • Escribir un texto en el que cultivar un jardín funcione como metáfora del juego compulsivo.
  • Escribir un texto en el que se dé la hora a cada rato.
  • Escribir un texto sobre alimentar a una persona.
  • Escribir un texto sobre la búsqueda de un perro perdido.
  • Escribir un texto moderadamente exagerado.

Mucha suerte, y a trabajar.


58. Pedir demasiado

Un error frecuente entre quienes empiezan a escribir es subestimar al lector. Es una tragedia, porque la mayoría de las veces no es intencional. Como quiero que el lector entienda lo que yo quiero decir pero no termino de confiar en el poder de mis palabras, si algo me parece ambiguo, lo rectifico; si es confuso, lo aclaro; si lo dije apenas una vez, lo repito. El resultado es un texto ante el cual el lector siente que le dan todo demasiado masticado. En el otro extremo están los textos que sobreestiman al lector.

En lingüística, se llama gramaticalidad a la cualidad de las construcciones formadas de acuerdo a las normas de una lengua. “La casa está en llamas” es una construcción gramatical en castellano; “Casa está llama” no lo es. Sin embargo, una frase perfectamente gramatical puede ser incomprensible. Por ejemplo, un enunciado que, subordinada tras subordinada, se extendiera a lo largo de varias páginas puede ser correcto desde el punto de vista gramatical, pero difícilmente podamos procesar su sentido con la misma facilidad que un enunciado como “La casa está en llamas”.

Desde luego, en literatura uno puede hacer lo que quiera y tal vez una construcción como esa, sin un solo punto entre miles de palabras, sea justo lo que el texto pide, como es el caso en más de una obra maestra. O tal vez no, y el efecto de confusión perjudique al texto.

Algo similar podría pensarse con respecto a la estructura de un cuento, un libro de cuentos o una novela. Un material que se limita a usar pocos elementos puede ser eficiente. Es posible que agregarle ingredientes enriquezca el material, pero también puede que lo vuelva demasiado complejo.

Si cuento la historia de una amistad entre dos personajes, por ahí necesito algún elemento extra. Si cuento la historia de dos personajes que son amigos y atraviesan una guerra, y al final uno va a traicionar al otro, ya tengo algo más. Si cuento la historia de los dos amigos, la guerra y la traición, y a eso le sumo un viaje en el tiempo, tal vez esté al límite. Si escribo sobre dos amigos, una guerra, una traición, un viaje en el tiempo, sistemas de potabilización de agua, la filosofía de Schopenhauer y altero la cronología para empezar por el final, es probable que me haya pasado de la raya de lo comprensible.

Claro que todo depende. Si comprender cada una de esas cosas es esencial para que mi texto funcione (y el funcionamiento de un texto no es lo mismo que la intención autoral), puede que tenga un problema. Si no lo es, por ahí no. Pero creo que podemos estar de acuerdo en que suele ser importante que se entienda lo que contamos.

Me gusta la metáfora del escritor como malabarista para pensar en el manejo de temas y recursos. Se aprende a hacer malabares sumando de a una pelota a la vez, y cada agregado supone un desafío rítmico, matemático y físico que hay que dominar antes de pasar al siguiente nivel. Cuando alguien pretende hacer malabares con muchas más pelotas de las que es capaz se nota, porque todo se va pronto al suelo.

Desde el lado del espectador, ver el paso de tres pelotas a cuatro, cinco pone alerta; de cinco a seis, entusiasma, de seis a siete, ocho, nueve, diez, deslumbra; sin embargo, el paso de diez a doce, abruma, y el de doce a quince, por más perfecta que sea la técnica, ya da ganas de ver a los trapecistas.

Esta semana te propongo que escribas un texto compuesto de cinco párrafos. En cada uno se agregará un elemento que estaba ausente en el anterior.

Mucha suerte, y a trabajar.


57. Nada por aquí, nada por allá

Todos leímos alguna vez un cuento que nos sorprendió al resolverse de una forma inesperada, pero no cualquier final sorpresivo nos satisface como lectores. Los finales esperables nos aburren, y ante los que son totalmente imprevisibles nos sentimos estafados. Solemos exigir que lo inesperado sea, al mismo tiempo, coherente.

El ejemplo clásico es el cuento policial: los indicios nos llevan hacia una conclusión, pero el investigador, a partir de los mismos indicios sumados a otros que el lector pasa por alto, llega a una conclusión diferente que resulta ser la verdadera. Algo similar se da en relatos de otros géneros que provocan el mismo efecto. Lo sorprendente está cifrado en signos dobles desperdigados por el texto: primero pasan por detalles insignificantes o arbitrarios (¿qué importa si el abrigo del protagonista es verde o azul?), pero después, a la luz del desenlace, se revelan fundamentales (gracias a que mi protagonista tenía un abrigo azul, no fue divisado por los alienígenas exterminadores, incapaces de captar ese color).

Si se trata de un policial, uno se queda pensando “¿cómo no me di cuenta, si todo estaba ahí?”. La respuesta no es que a uno le fallen sus capacidades (cosa siempre posible, pero esto no lo demuestra), sino que el texto está construido deliberadamente sobre una ambigüedad. 

Por eso, al tratar de producir un final sorpresivo en un texto propio, no resulta acertado ocultar o retrasar la información. En general, lo mejor es que los datos estén ahí todo el tiempo y lo que se retrase sea la segunda interpretación de esos datos.

La idea es que el lector siempre pueda hacerse una imagen completa de lo que pasa y tener elementos para darle un sentido a eso que pasa. El desafío para nosotros será, con esos mismos elementos, construir un segundo sentido. Dicho de otro modo: sin que tenga la certeza de sobre qué está parado, que el lector pueda hacer pie en el texto que le proponemos.

Por el contrario, el efecto sorpresa de ocultar un elemento clave de la narración y revelarlo al final equivale al efecto mágico de hacer aparecer un conejo por quitar el velo de una jaula que siempre estuvo cubierta sobre el escenario.

La magia auténtica es la que pasa por completo delante del espectador, cuando el conejo aparece donde antes parecía no haber nada.

Al igual que las jaulas cubiertas, las omisiones de elementos clave en la narración no son trasparentes, sino opacas. Se evidencian como un hueco del relato. El efecto de transparencia es la presentación de todos los elementos a los ojos del lector, y la magia del cuento es hacer emerger de esos mismos elementos una segunda interpretación, inesperada pero coherente.

Esta semana te propongo que escribas un texto en el que aparezca un truco de magia.

Mucha suerte, y a trabajar.


56. Cómo aprendí a leer de grande

La mayoría de las personas aprenden a leer en la escuela primaria, pero yo creo que recién aprendí al cursar la carrera de Letras en la universidad. En una de las primeras materias, una profesora nos transmitió una enseñanza de Josefina Ludmer, quien a su vez había sido profesora de ella: para escribir o hablar acerca de un texto, hay que leerlo siete veces.

La propuesta no era una barrera de entrada. No es que si no se había leído siete veces el texto no se tenía derecho a opinar sobre él. Se trataba de tener algo que decir sobre una obra (y no sobre otra cosa usando la obra como excusa), y para eso la relectura era fundamental.

La indicación parece talmúdica, y es probable que Ludmer exagerara porque sabía que si decía siete sus alumnos leerían cinco o seis, y mi profesora la evocaba con tal admiración que nos daba a entender que tres o cuatro lecturas estaban bien para cualquier mortal, aunque seguro sabría que los que repartíamos nuestro tiempo entre el estudio y el trabajo con suerte llegaríamos a una relectura o dos.

Pude comprobar que la cantidad de lecturas influye, y que si bien siete es una buena medida, no es imprescindible. Lo importante es la repetición. De una vuelta a otra se iluminan partes distintas del texto. Algunas se hacen invisibles y dejan emerger los detalles. Otras, de a poco, empiezan a hacer eco entre sí.

Las lecturas sucesivas se van desprendiendo del significado. Es como el juego infantil (o la confusión adulta) de repetir una palabra hasta dudar de su sentido. Entonces puede aparecer el sonido, la estructura, las resonancias.

Quienes participan de mis talleres saben cuánto énfasis pongo en los recursos de escritura, que en el trabajo cotidiano pueden parecer algo así como la paloma, la reina de corazones o la asistente no desmembrada que el mago tiene preparadas fuera de escena.

Recién hace unos días se me dio por desnaturalizar la palabra, fijarme en su etimología y en sus distintas acepciones. De las que recoge el Diccionario la RAE, hasta ahora creo que usaba el término en el sentido la segunda: “Medio de cualquier clase que, en caso de necesidad, sirve para conseguir lo que se pretende”; o la séptima: “Conjunto de elementos disponibles para resolver una necesidad o llevar a cabo una empresa”. Sin embargo, ahora la que más me convence es la tercera: “Vuelta o retorno de algo al lugar de donde salió”.

Un recurso es, ni más ni menos, lo que se repite en el nivel formal. De eso están hechos los textos y es lo que en verdad se escribe, más allá del cuentito que se quiera contar.

Esta semana te propongo escribir un texto en el que se repita un objeto.

Mucha suerte, y a trabajar.


El laucha Benítez cantaba boleros

Ricardo Piglia


1

Nunca llegaré a saber del todo si el Vikingo intentaba contarme lo que realmente sucedió esa madrugada en el club Atenas, o se quería sacar de encima la culpa o estaba loco. La historia de cualquier modo era confusa, deshilvanada: pedazos de su vida, el desconsolado saludo de guerra de los escandinavos y un estropeado recorte del El Gráfico, envuelto en trapos, con la finísima y luminosa cara del Vikingo mirando la cámara de frente.

De salida yo había sospechado que algo no andaba en la historia que contaban los diarios, pero si tuve alguna esperanza de que él mismo descifrara los hechos, se me borró no bien lo vi llegar, receloso, la piel de la cara llagada por el sol, escondiendo las manos en el pecho, con un aire obsesivo y brutal. Se movía despacio, en un bamboleo suave y era fatal acordarse, con melancolía, de ese modo suyo tan indolente de caminar el ring para entrar en distancia, de su elegancia natural para salir pegando y hacer juego de cintura sin dejar el infaitin. Estaba allí, arrinconado, la espalda contra la pared, medio perdido, y miraba sin ver en el fondo del pasillo la última luz de la tarde, disuelta ya entre los álamos y las rejas del hospicio. Le alcancé un cigarrillo y él ahuecó las manos para resguardar la llama, sin tocarme, avergonzado por los lamparones de suciedad que le teñían la piel; fumó, abatido, hasta casi no poder despegar la brasa de los labios y después se quedó quieto, con los ojos vacíos, y de golpe estaba hurgueteando en los bolsillos de la camisa, desenterrando un montón de trapos que fue abriendo con prolijidad hasta encontrar el ajado recorte de El Gráfico donde se veía su cara, joven y borrosa, al lado de la cara de Archie Moore. Me estiraba el papel, respirando con la boca abierta, hablando dificultosamente, con una voz gutural, incomprensible, amontonando sin orden las palabras hasta que sin querer se quedaba callado y me miraba, como esperando una respuesta, antes de comenzar de nuevo, regresando una y otra vez a esa madrugada en el club Atenas de La Plata, al cuerpito destrozado del Laucha Benítez tirado en el piso, boca arriba y como flotando en la temblorosa luz del amanecer.

De algún modo toda esa historia va a parar al club Atenas; la historia o lo que vale de ella empieza allí la tarde en que el Laucha Benítez se arrimó a la figura desolada y feroz del Vikingo y en una prueba de lealtad, de imprevista lealtad hacia ese monstruo estrafalario, él, con su cuerpito escuálido y su cara de monito tití, se acercó a los otros, a los que acosaban al Vikingo y les arrebató el trofeo, la única insignia o escudo heráldico que el Vikingo había logrado conquistar en años de batallas perdidas y fracasos heroicos. Los ahuyentó, embravecido, a punto de largarse a llorar y después se arrinconó junto al  Vikingo y trató de sosegarlo, sin saber que se estaba buscando la muerte.

Nadie sabrá jamás lo que pasó, pero es seguro que el secreto hay que buscarlo en ese desvencijado club de box que alza sus paredes carcomidas y su techo a dos aguas en el fondo de una calle vacía: allí, una tarde de mayo del 51, el hombre que años después se verá obligado a hacerse llamar El Vikingo, se calzó por primera vez un par de guantes, tiró hacia delante la pierna izquierda, levantó las manos, se puso en guardia y empezó a boxear.

Introvertido y delicado, era ágil, rápido y demasiado elegante para ser eficaz. Se movía con la soltura de un liviano y todos elogiaban la pureza de su estilo, pero era imposible ganar con esos golpes que parecían caricias. En el fondo no había nacido para boxeador y menos para peso pesado, con su dulce rostro de galán del cine mudo, con su figura espigada y romántica hubiera hecho mejor papel en cualquier otro lado, pero era boxeador sin haberlo elegido, fatalidad de nacer con ese cuerpo espléndido y cerca del club Atenas. Daba tristeza verlo aguantar, impávido y sin sombra de duda, las arremetidas confusas de los brutales mastodontes de la categoría. Era más bien un hombre para boxear entre livianos, a lo sumo con algún peso welter; de todos modos, inexplicablemente y en una especie de traición que lo llevaba al desastre, su cuerpo estricto como un junco siempre pasaba los noventa kilos aunque él se matara de hambre. No llegó a ningún lado y nunca tuvo otra virtud que la pureza de su estilo, una loca obstinación para asimilar el castigo, un empecinamiento, un orgullo que lo obligaba a seguir en pie y arremetiendo aunque estuviera destrozado.

La culminación de su carrera la alcanzó una tarde anónima: una tarde de agosto del 53, en el gimnasio iluminado a medias y vacío del Luna Park, en el que se aguantó de pie frente a Archie Moore, en la única sesión de entrenamiento que el campeón del mundo hizo en Buenos Aires antes de pelear con el uruguayo Dogomar Martínez. Fue una tarde vertiginosa que después siempre le dolió recordar. Nadie se atrevía a ser sparring de Archie Moore y él se decidió porque aún conservaba inalterable esa cualidad, digamos adolescente, de despreciar los riesgos y confiar sin la menor vacilación en la fuerza de su insensata voluntad. Ilusionado pensó que era su chance, se convenció que era capaz de pelear de igual a igual, durante cinco rounds de tres minutos, con esa perfecta máquina de hacer box que era Archie Moore.

Estuvo mucho tiempo solo, sentado en un rincón, cerca de las duchas, esperando. Miraba la luz grasienta que bajaba de los focos enrejados y se mezclaba con la claridad de la tarde, sin pensar en nada, tratando de olvidar que Moore era, en ese entonces, uno de los tres o cuatro boxeadores más grandes de la historia del box. Durante un momento le pareció que se dormía, acunado por el sonido confuso de los hombres que se movían al fondo, pero de golpe llegaron los fotógrafos como un torbellino y se encontró encima del ring con Archie Moore enfrente. Empezaron liviano, haciendo cambio de frente y trabajo en las sogas. Moore era más bajo, usaba guantes rojos y botitas de terciopelo. El Vikingo se sentía muy duro, atado, demasiado atento a lo que pasaba  fuera del ring, a los fogonazos que caían imprevistamente no bien Moore se movía. Además sentía curiosidad más que miedo. Ganas de saber hasta dónde le iban a doler los golpes de un campeón del mundo. Al rato Moore le había acorralado dos veces, pero las dos veces consiguió zafarse haciendo juego de cintura. El campeón quedó descolocado, de cara al vacío y dejó de sonreír. El Vikingo empezó a darle vueltas alrededor, siempre fuera de distancia y Moore lo punteaba de zurda, quieto, hamacándose, y de repente se le iba encima con una velocidad fulminante. El Vikingo no hacía otra cosa que mirarle las manos, tratando de anticipar, con la oscura sensación de que el otro adivinaba lo que iba a hacer. En una de esas se movió un poco más despacio y Moore lo cruzó con dos derechas y una izquierda abajo y al Vikingo le pareció que algo se le quebraba, adentro. Moore lo tocó suave con la izquierda, como queriendo tomar distancia, amagó dar un paso al costado buscando perfilar la derecha y cuando el Vikingo se movió para cubrirse la zurda de Moore bajó como un latigazo y lo encontró a mitad de camino. Al Vikingo se le nublaron los ojos, levantó la cara buscando aire pero sólo vio los globos de luz del gimnasio que daban vuelta. Moore se ladeó, sin tocarlo, esperando que se derrumbara. El Vikingo sintió que se le cruzaban las piernas, se hamacó para dejarse ir pero se sostuvo de algún lado, del aire, vaya a saber de dónde se sostuvo, lo cierto es que cuando bajó la cara estaba otra vez en guardia.

A partir de ahí Moore lo empezó a buscar en serio, para tirarlo. Cuando estaban en el centro del ring y había espacio el Vikingo se las arreglaba con el juego de piernas, pero cada vez que Moore lo acorralaba contra las sogas tenía ganas de levantar los brazos y ponerse a llorar. Al rato navegaba en una niebla opaca, sin entender cómo podían pegarle tan fuerte, toda su energía concentrada en no despegar los pies de la tierra: única certidumbre de que aún estaba vivo. Trataba de mantenerse fiel a su estilo y salir boxeando pero Moore era demasiado veloz y siempre llegaba antes. Hacia el final había perdido todo, menos ese instinto fatal que lo llevaba a buscar la salida más clásica y conservar cierta elegancia pese a estar medio ciego, deshecho por los golpes cruzados y la combinación de jab y aperca que lo frenaban como si continuamente chocara contra un muro. A esa altura el mismo Moore parecía un hombre piadoso, obligado a pegar porque ese es el trabajo, con un suave relámpago de respeto y consideración alumbrando sus ojos levemente bizcos, una suerte de ruego, como si le pidiera que se dejara caer para no seguir golpeándolo.

Cuando todo terminó casi no se dio cuenta. Siguió cubriéndose y no bajó los brazos ni siquiera al ver subir a los fotógrafos, como si tuviera miedo que pensaran que Moore había podido noquearlo al final. Recién cuando alguien lo puso al lado de Moore y vio enfrente a un fotógrafo, comprendió que había logrado resistir: entonces miró la cámara, se puso rígido y trató de concentrarse para no cerrar los ojos cuando llegara el estallido del flash. Bajó del ring pensando cada gesto, atontado por el dolor pero invicto y satisfecho, habiendo adquirido para siempre una fatal confianza en su valor y su hombría, como si realmente hubiera peleado con Moore por el título mundial, entre mareas de embriagadora fama y sin ver el vacío, la pálida, enfermiza claridad que diluía los rostros, la silueta de los hombres que rodeaban a Moore, sin que nadie se ocupara de él, solo como nunca volvió a estarlo.

2

En los cinco años que siguieron no hubo otra cosa que una larga sucesión de masacres heroicas, en las que únicamente tuvo para ofrecer la extraña belleza de su rostro que a menudo llenaba de inquietud a las señoras del ringsai y una torva altivez, una manía de perfección, imperceptible para alguien que no estuviera con él entre las sogas. Claro que la emoción de las señoras del ringsai fue siempre una ansiedad secreta y ninguno de sus rivales resultó un caballero capaz de respetar ese orgullo suicida.

De modo que su campaña se cortó, sin sorpresas, una noche de febrero del 56, en el club Atenas. En ese galpón casi desierto boxeó por última vez, enfrentando a un desconocido brutal y de mirada turbia, que lo persiguió diez rounds tirándole lerdos mazazos, frente a los que él sólo oponía la absurda perseverancia y la fútil pureza de su estilo, un elegante juego de cintura que parecía destinado a encontrar todos los golpes que anduvieran sueltos por el aire. Cayó cuatro veces pero terminó de pie, borroso y tambaleante, la vista fija en el vacío. Cuando sonó la campana lo arrastraron a su rincón y él los miraba, arisco, los ojos muy abiertos, como alucinado o dormido, la cara rota, borrada por la sangre.

Nunca decidió dejar el box, porque para hacerlo tendría que haber dudado de sí mismo y era inútil esperar que hiciera eso; sencillamente dejaron de ofrecerle peleas, lo miraban rondar las oficinas de los promotores, lo veían llegar todas las mañanas al gimnasio con su bolsón de mano y empezar a entrenarse, terco, incansable, inspirando esa piedad irritada que suele provocar la sobrevaloración y el exceso de confianza. Seguro de sí y arruinado, jamás pidió otra cosa que una chance para volver a pelear y demostrar lo que valía. Al final, cuando estaba por morirse de hambre, alguien lo sacó del letargo y lo enganchó como luchador profesional en una troupe de catch. Allí, al menos, servía de algo su mirada grisácea, su cara delicada y aristocrática; subía al ring con una barba roja que lo avergonzaba y una especie de casco con cuernos para justificar el nombre de batalla. Tenía que abrir los brazos e inventar un rito aparatoso que, según el promotor, era el saludo vikingo. Lo hacía mal, torpemente, y sin darse cuenta trataba de estar siempre de espalda al público, como no  queriendo que lo reconocieran.

La troupe  andaba de gira por el interior y él se pasaba las tardes encerrado en los cuartos desvencijados de tristes hotelitos de provincia, tirado boca arriba en la cama, esperando la noche, esperando los saltos absurdos y las risas, sin otro consuelo que el de desenterrar, de vez en cuando, el amarillento recorte de El Gráfico en el que aparecía su cara invicta y joven, al lado de la cara de Archie Moore. Se pasaba las horas alisando el papel contra la mesa, tratando de borrarle las arrugas que le iban deformando la cara en la foto, tajeando su hermosa cara rubia que parecía haber envejecido, cuarteada en el papel quebradizo.

Todos lo soportaban porque les era útil, porque su expresión melancólica y su figura altísima, de melena rojiza y barba al viento atraía al público que no parecía notar su torpeza, su aire ausente que mostraba a las claras que estaba a miles de kilómetros de ese cuadrado de soga levantado en medio de una plaza.

Para disimular su indiferencia terminaron diciendo que era sueco o noruego, que no hablaba una palabra en castellano, y esa fábula, inventada para fortalecer el mito, favoreció su hosquedad, su silencio. Al tiempo, todos terminaron por creérselo, hasta el que lo había inventado, y quizás él mismo se convenció que había nacido en algún remoto país del que sólo le quedaba una nostalgia vaga.

Anduvo en eso más de dos años en los que apenas si habló con los otros, arrinconado y siempre solo, atrapado por la vertiginosa y monótona sucesión de pueblitos, de caras brutales y saludos vikingos, y nadie se extrañó cuando desapareció de improviso, una tarde. La troupe había desembarcado en La Plata y él se fue sin avisar, súbitamente, como obedeciendo a un llamado, sin llevarse otra cosa que una vieja valija de cartón, el seudónimo que conservaría hasta su muerte y la barba iluminándole la cara. Caminó por las calles desiertas, en el ardiente calor de la siesta de febrero, enfundado en una tricota negra de cuello volcado, llamando la atención con su cuerpo tan alto, con su figura estrafalaria, sin mirar a la gente que se daba vuelta para ver pasar a ese gigante rubio; atravesó el espeso y dulce aroma de los tilos y buscó el club Atenas como quien vuelve a casa después de una tormenta. No tenía otra cosa para ofrecer más que su misma obstinación, pero se quedó hasta hacer estallar la tragedia.

Fue allí después de cruzar el hall desmantelado del Atenas y agacharse para trasponer la puertita que daba al gimnasio, cuando vio por primera vez el cuerpo diminuto del Laucha Benítez. El chico, un peso mosca de diecisiete que prometía mucho pero que no se decidía entre su innato talento para el box y sus ganas de ser cantor de boleros, estaba al fondo, perdido entre las sogas y el olor de la resina y, según dicen, apenas hizo un gesto, un leve balanceo y ese fue su modo de decirle que lo estaba esperando desde siempre. Los dos se miraron, casi inmóviles, y después de un instante el Laucha siguió golpeando con sus manitas delicadas una bolsa de arena más alta que él, todo el rostro concentrado en el esfuerzo por parecer feroz. El Vikingo siguió caminando hacia el medio, como si lo buscara, mientras el Laucha se abrazaba a la bolsa de arena y lo veía acercarse, fascinado ya por esa figura a la que el sol de la siesta bajando por los cristales empañados otorgaba un aire fantasmal. Se lo quedó mirando, una leve sonrisa aquietada en su boquita de mujer, como si entreviera la altivez y el furor secreto del Vikingo, o mejor, como si adivinara que ese furor y esa altivez le estaban dedicados.

Tal vez por eso, de allí en adelante, el Laucha fue el único que pareció reparar en la existencia del Vikingo. Cautivado, atento a sus menores gestos, lo vigilaba, emitiendo extrañas señales, muecas, murmullos, equilibradas representaciones en las que su cuerpo adquiría la armonía y el fulgor de una pequeña estatua. Estas celebraciones culminaban cuando el Vikingo estaba cerca: entonces el Laucha dejaba lo que estuviera haciendo, echaba la nuca hacia atrás, clavaba sus ojos en la cara desolada del Vikingo y con su voz aguda, tristísima y casi de mujer, cantaba uno de los boleros de la época de oro, en el estilo de Julio Jaramillo.

El Vikingo no parecía escucharlo o saber que existía, como si se moviera en otra dimensión, siempre ausente. Se arrinconaba con los ojos perdidos y pasaba las horas, aturdido por el rumor del gimnasio, sin hacer otra cosa que cambiar la posición de vez en cuando. A veces, sin embargo, parecía excitado, se movía nervioso con un brillo azul en los ojos y de pronto, en los momentos más inesperados, lo asaltaban extrañas inquietudes, temblaba levemente, empezaba a murmurar en voz muy baja, agitado y manoteando el aire, hasta terminar enfurecido, contando en un tono indescifrable una historia confusa: la historia de su sesión de guantes con Archie Moore. Repetía los movimientos boxeando solo, agazapado y en guardia, largando al vacío lerdos mazazos tímidos. Saltaba o se movía, pesado, torpe, tratando de rescatar algo de todo aquello, siquiera una visión  fugaz de ese pacto con Moore, de ese loco, insensato y nunca valorado heroísmo. El resto (todos los que usaban el Atenas como templo de sus esperanzas, de sus catástrofes) le formaban un círculo, lo excitaban con gestos de aliento, con risas, sabiendo que al final, indefectiblemente, sudoroso y cansado, respirando con la boca abierta, con ademanes lerdos y cuidados, hurguetearía en su camisa hasta encontrar el recorte de El Gráfico que sostendría con firmeza pero lejos de su cuerpo, con un gesto de tristeza, de abatimiento y de secreto orgullo.

El Laucha era el único que parecía impresionado, el único que miraba la foto del recorte, la cara del Vikingo un poco magullada que se alcanzaba a descifrar en el pedazo de papel. Los demás hacían bromas, se reían, mientras el Laucha se alejaba, parecía esconderse, refugiarse en un rincón y desde allí vigilaba a todos los que se amontonaban alrededor del cuerpo vacilante del Vikingo. Asustado, sin animarse a intervenir, miraba con dolor al Vikingo que intentaba contar de cualquier modo aquella pelea, la fulminante velocidad de Moore y sus botitas de terciopelo.

Y esa tarde, cuando alguien le arrancó un pedazo de papel, el Vikingo se quedó quieto, como sin entender y después pareció que algo le nublaba los ojos porque se cruzó una mano por la cara y de golpe estaba en medio de ellos, sin ver al Laucha que a su lado, enfurecido y diminuto, los insultaba y los hacía retroceder, hasta que al final se dio vuelta hacia el Vikingo y lo rozaba apenas con la palma de las manos, despacio, arreándolo como si fuera un gran animal enfermo. Lo llevó hacia un costado, lejos de los demás y empezó a hablarle en voz baja, arrullándolo, mientras el Vikingo dejaba de moverse y de gemir, sosegado ya, los ojos perdidos en el aire, la hermosa cara en paz.

Desde ese día empezaron a andar siempre juntos, separados del resto. Se arrinconaban al fondo del gimnasio, quietos, sin hablar, y de golpe el Laucha empezaba a cantar los boleros, muy bajito, sólo para el Vikingo, dejándose ir en los agudos como si fuera a desarmarse.

En ese tiempo, según dicen, el Vikingo pareció renacer. Empezó a entrar en el ring con el Laucha y le servía de sparring. Algunos atribuyen a esto la causa de todo, hablan de accidente, de una mano incontrolada. De todos modos, era cómico verlos cambiar golpes, el Laucha menudo, casi un chico, saltando ágilmente, con su cara de monito tití  y al lado la mole encorvada del Vikingo moviéndose pesadamente. Uno solo de los golpes del Vikingo hubiera bastado para quebrar en dos al Laucha que sin embargo entraba en el ring seguro y pavoneándose, como un domador en la jaula de los osos. Se ponían en guardia y empezaban un simulacro de combate, el Vikingo plantado en el centro, el Laucha bailoteando alrededor. El Vikingo lo golpeaba con delicadeza, como si lo acariciara y ponía la cara impunemente, orgulloso de haber recuperado su fabulosa resistencia al castigo. Al fin el Laucha se cansaba de pegar y se dedicaba a hacer soga. El Vikingo se sentaba en un costado, los ojos quietos en la cara del otro, tenso por el esfuerzo, todo el cuerpo brilloso de sudor.

Cuando caía la tarde los dos se metían juntos en las duchas; desde afuera se escuchaban los chillidos del Laucha que se demoraba horas bajo el agua, cantando con los ojos cerrados, mientras el Vikingo se vestía y lo esperaba, tendido sobre uno de los bancos de madera sin respaldo, las manos en la nuca, dormitando hasta que el Laucha aparecía, la piel azulada, oliendo a jabón de coco y empezaba a vestirse, elegante y teatral, haciendo muecas frente al espejo empañado. Los dos salían a caminar por la ciudad en el atardecer, y la gente se paraba a mirarlos como si vinieran de otro mundo, el Laucha con su pinta de jockey pero vestido como un dandy, caminando al lado de ese gigante melancólico, de melena rojiza.

Terminaban siempre en los alrededores de la estación de trenes, sentados frente a una mesa, en la vereda del bar Rayo, bajo los árboles, tomando cerveza negra y respirando el aire suave del verano. Se pasaban las horas ahí, mientras crecía la noche, mirando el movimiento de la estación, adivinando la llegada de los trenes por el aluvión de gente que cruzaba junto a ellos. No hablaban, no hacían otra cosa que mirar la calle y tomar cerveza, tranquilos, como ausentes, hasta que al fin, sin que ninguno de los dos dijera nada, se levantaban y se iban, guiados por el Laucha que miraba atentamente a un lado y a otro antes de cruzar, caminando siempre un poco atrás del Vikingo, como si lo arreara entre los autos.

Así pasaron lo que quedaba del verano: cada vez más aislados, perfeccionando entre los dos el final secreto de la historia. Todos opinan que en ese tiempo el Laucha se  quedaba a dormir en el Atenas. Incluso llegaron a verlos, una mañana durmiendo juntos, la cabeza del Laucha apoyada en el pecho del Vikingo que parecía acunar a una muñeca. De todos modos nadie previó o pudo saber lo que pasó esa noche: se vio luz en el club hasta la madrugada y alguien escuchó la voz aguda y suave, desafinada del Laucha cantando “El relicario”. Un viento espeso sopló toda la noche, arrastrando el olor a madera quemada del río. Pareció extraño que nadie saliera a abrir; la puerta estaba rota, como si el viento la hubiera desencajado, y del otro lado, en la temblorosa luz del amanecer que se filtraba por las ventanas, encontraron al  Laucha agonizando, destrozado a golpes, y al Vikingo en el suelo, llorando y acariciándole la cabeza sucia de sangre y polvo. Todo el gimnasio vacío, el suave murmullo del viento entre las chapas y al fondo la figura encorvada del Vikingo abrazado al cuerpo del Laucha que tenía la cara destrozada y una sonrisa en su boquita de mujer, como una oscura señal de amor, de indolencia o de agradecimiento.

55. Pistas y despistes

Un género literario puede representarse como un conjunto de reglas que establecen cómo deben ser los personajes, los intercambios entre ellos, su recorrido en la historia, los espacios, las temporalidades y los recursos narrativos principales. Sin embargo, también puede pensarse en los géneros como formas de leer.

Borges decía que Poe, además de crear el relato policial, había creado al lector de relatos policiales. A diferencia de otros géneros, el policial invita a sospechar, a desconfiar de lo dado como verdadero, para participar en el juego de anticiparse a la resolución del caso. Un buen policial, de hecho, es aquel que logra engañarnos con pistas falsas y se resuelve de forma sorpresiva pero coherente con lo narrado.

Imaginemos, nos propone Borges, un lector que solo conozca los relatos policiales y un día se encuentra con el Quijote: “¿Qué lee? En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no hace mucho tiempo vivía un hidalgo… y ya ese lector está lleno de sospechas […]. Por ejemplo, si lee: En un lugar de la Mancha, desde luego supone que aquello no sucedió en la Mancha. Luego: …de cuyo nombre no quiero acordarme… ¿por qué no quiso acordarse Cervantes? Porque sin duda Cervantes era el asesino, el culpable. Luego …no hace mucho tiempo… posiblemente lo que suceda no será tan aterrador como el futuro”.

Piglia agrega que el policial es un género propio del desarrollo urbano de la segunda mitad del siglo XIX en adelante: solo es imaginable y puede prosperar en un espacio como la ciudad, con sus multitudes, sus recovecos, el anonimato y una sólida barrera entre la interioridad burguesa y la peligrosidad latente del espacio público. Todo esto ya está en Poe.

El lector de policiales, el género matriz de la modernidad, lee con suspicacia y también, agrega Piglia, con paranoia: ve signos en todos lados, o mejor dicho, todo lo interpreta como un signo. Una mancha de sangre, un cuadro en la escena del crimen, algo dicho al pasar por un personaje secundario… todo puede ser una pista.

La lectura paranoica no es exclusiva del policial. Toda la literatura, al menos de la modernidad en adelante, funciona así. Lo que está en el texto está para ser interpretado, a veces como pista, y a veces, en textos de la modernidad tardía, para despistar. Spregelburd da este ejemplo en una de sus clases: en el siglo XIX, si alguien tosía en el primer acto, moría de tuberculosis en el último; ahora, cuando alguien tose en el primer acto, a veces muere de tuberculosis y a veces no.

En las obras que funcionan, lo aleatorio, lo gratuito y lo incoherente no están ahí porque en verdad lo sean, sino que tienen un rol negativo: marcan la ausencia de orden.

Lo que, por el contrario, solo despista y en ningún momento deja entrever algún sistema, es difícil que llegue a conformarse como texto literario.

Esta semana te propongo que escribas un relato en el que ocurra o haya ocurrido un crimen.

Mucha suerte, y a trabajar.

PS. Hoy publiqué algunas fotos de la presentación de Una producción independiente. En Argentina, puede pedirse a la editorial por mail a [email protected]. En CABA y alrededores el envío es gratuito.


54. El yo en la literatura

Primero que nada, gracias a quienes se acercaron el jueves a celebrar la llegada de Una producción independiente. 


Durante su generosa presentación, Marcos Zurita dijo que primero se alarmó al encontrar en el libro una serie de relatos en primera persona. Lo que pasa es que la primera persona tiene mala prensa en los últimos tiempos, pero no es por su culpa. Como dijo Zurita, no es raro que los textos contemporáneos en primera persona desarrollen de la forma más chata posible las banalidades más banales de la vida personal del autor. Habló de algo así como relatos sobre gente que va a pagar las cuentas al Rapipago (o para el caso, cualquier oficina de cobro de servicios en efectivo).

Desde que lo escuché, pienso que sería posible escribir un relato en ese escenario y que sea emocionante, pero por supuesto Zurita daba por descontado que no se trataba de un texto de esas características. Por suerte, al presentador le gustó el libro, porque siguió con la lectura y encontró textos que no le hicieron suponer que fueran historias banales de mi vida, sino cuentos que se sostenían por su propia estructura y propuesta.

Claro que la vida entra en la ficción, porque, junto con las lecturas (en sentido amplio), es nuestro principal insumo al momento de escribir. Lo que pasa es que en el medio se procesa, se corta, se pega, se transforma, se olvida, se reconfigura, y eso es lo que tiene la capacidad de convertir un texto en una obra interesante y no en el chisme de una persona intrascendente.

Después de la presentación, conversábamos con mi amigo Juan Lorges sobre este género de diarios íntimos abiertos al público que aflora en esta época nuestra de tecnonarcisismo recargado y a la que se le suele llamar “literatura del yo”. Por ahí, se me ocurría, el problema no fuera la literatura del yo, sino el yo en la literatura.

Es un tema tan viejo como el Quijote, con escala en Madame Bovary: cómo el yo confunde el límite entre ficción y realidad y se cree dentro de un mundo literario. Pero el Quijote y Emma Bovary, que al menos eran personajes de ficción, salían a luchar o sufrían por amor, pero no escribían. De otro modo, tal vez hubieran considerado que, dado el mágico mundo que habitaban, hasta las cuestiones más banales de su vida cotidiana hubieran sido dignas de ser leídas por otros.

Por suerte para nosotros, no escribían sino que fueron escritos, por autores que tuvieron la gentileza de mediar con la fantasía sus más refinadas o triviales inquietudes para entregarnos obras de ficción que, nadie lo puede negar, saben resistir el paso del tiempo.

Esta semana te propongo que escribas una ficción sobre alguien que paga las cuentas de su casa.

Mucha suerte, y a trabajar.


53. Narrar con detalle

Un personaje puede pararse frente al espejo, arreglarse el pelo, la ropa, revisar si tiene algo pegado en los dientes, ir hasta el cuarto, abrir el cajón de la mesa de luz, sacar el arma, cargarla con las balas que también guarda en ese cajón, esconder el arma en la cintura, volver frente al espejo, revisar si el arma resalta en su silueta, ensayar movimientos casuales y movimientos dramáticos, volver a revisar, volver a acomodarse el pelo y la ropa, tomar las llaves del auto, salir, subirse al auto, ponerlo en marcha y arrancar.

También puede pararse frente al espejo, corregir una ligera inclinación del cuerpo, arreglarse el pelo, primero con un peine y después con la mano, acomodarse el pantalón y la camisa, ajustarse el cinturón , revisar si tiene algo pegado en los dientes, sacar la lengua en una mueca de locura, ir hasta el cuarto, dar tres pasos, sentarse en la cama, abrir el cajón de la mesa de luz, correr pastillas y papeles, sacar el arma, sacar las balas, cargar el arma, guardar en un bolsillo un cargador extra, cerrar el cajón, incorporarse, esconder el arma en la cintura, dar unos pasos hasta caminar con naturalidad, acostumbrarse a la sensación, volver frente al espejo, ajustar la inclinación del marco para verse de la cabeza hacia abajo, revisar si el arma resalta en su silueta, ensayar movimientos casuales y movimientos dramáticos, decirle a su reflejo lo que hace años desea decirle a la persona que piensa matar, volver a revisar si el arma se le nota bajo la ropa, volver a acomodarse el pelo y arreglarse el pantalón y la camisa, tomar las llaves del auto y las de la casa, abrir la puerta, salir, cerrar la puerta, caminar veinte pasos hasta la calle, presionar el botón que abre las puertas del auto, subirse, colocar la llave, hacer contacto, poner el motor en marcha y arrancar.

O bien, puede tomar el arma y salir.

Todas las alternativas son correctas. Optar por alguna de ellas o por una cuarta es una decisión estética. Más detalle no es más realismo, sino más detalle.

Esta semana te propongo que escribas un texto en el que algo se describa con mucho detalle y otra cosa se resuelva de un plumazo.

Mucha suerte, y a trabajar.