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30. Cómo ordenar los libros

Siempre que puedo, prefiero comprar en librerías chicas. Me gusta contribuir a esa economía quijotesca de quienes aman la literatura y, en sociedad estratégica con algún que otro best seller y tras la locomotora de la literatura infantil y juvenil, encuentran formas más o menos eficientes de vivir de ella.

Confieso, sin embargo, que este sábado fui a una librería que pertenece a una cadena. Tengo un buen pretexto: buscaba un libro para regalar a un amigo de otra ciudad, y en caso de que él ya lo tuviera y quisiera cambiarlo por otro, le alcanzaría con acercarse al centro de donde vive y se evitaría la molestia de tener que venir a Buenos Aires sólo por eso.

Como orgulloso lector y en una inútil solidaridad imaginaria con los libreros de oficio a los que estaba traicionando, no quise que los empleados del local me ayudaran. Entonces me dirigí a las estanterías bajo el rótulo de “Literatura argentina”, donde encontré el título que buscaba.

Pero uno no entra y sale de una librería así nomás, ni siquiera de una de cadena. Me puse a ver qué más había y noté que la estantería contigua era la de “Literatura latinoamericana”. Qué raro, pensé, ¿la literatura argentina no es parte de la latinoamericana? Sin embargo, lo más extraño vino después, cuando cambié de pasillo y me encontré frente a la “Literatura universal”, que al parecer no incluye a las otras dos (además de que, a pesar de la amplitud de su adjetivo, comprobé que se limita a literaturas terrestres). También había por otra parte anaqueles de novela policial, histórica, de terror o para adolescentes, que vaya a saber uno dónde las escriben, porque se ve que en el mundo conocido no.

En un famoso ensayo, Borges dice que no hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural, porque no sabemos qué cosa es el universo. Lo mismo podría decirse de la literatura. En cualquier caso, siempre hay una clasificación, aunque el orden resultante diga más acerca de quien clasifica que de lo clasificado.

Esta semana te propongo que escribas una historia que sólo pueda ocurrir en el lugar donde te criaste.

Mucha suerte, y a trabajar

Saludos,

Ariel


PS

29. Dos formas de impacto

Alfred Hitchcock distingue dos recursos para generar emoción en el público.

El primero es la sorpresa, que puede ilustrarse con este ejemplo: vemos a dos personas sentadas a una mesa, en un café. Hablan del tiempo, de fútbol, o también puede que hablen de algo importante, no interesa. Estamos enganchados en la conversación, queremos saber cómo sigue la escena, pero de pronto estalla una bomba y todo vuela por el aire. Nos asustamos, damos un pequeño salto, abrimos los ojos, se nos acelera el pulso, pero a los pocos segundos, dice Hitchcock, la sensación se pierde.

El otro recurso es el suspenso. De nuevo, vemos a dos personas sentadas a una mesa, en un café. Acá también pueden hablar de cualquier cosa, pero mientras más banal sea la conversación, más fuerte será el efecto, porque la cámara los toma desde un punto de vista inferior y vemos que debajo de la mesa hay una bomba. Por si quedaran dudas, un plano más corto muestra que la bomba está activa, que el segundero avanza. Nosotros lo sabemos, pero los personajes no. Quisiéramos gritarles que salgan de ahí, que están por morir, pero no podemos. Mientras tanto, para ellos, el mayor problema que existe es la baja confiabilidad del servicio meteorológico, un gol errado, etcétera. La escena puede seguir durante varios minutos, y a cada momento nuestra ansiedad crece. Desarrollamos una sensación intensa que se sostiene en el tiempo. Hasta que al final la bomba explota, aunque la mayoría de las veces no explota, porque no hace falta.

La diferencia entre los dos se articula en cuestión formal: la ubicación de la cámara. En la escritura, pasa por administrar la información revelada de forma tal que el lector sepa lo mismo que los personajes (sorpresa) o más que ellos (suspenso).

Como se sabe, a Hitchcock se lo llama el maestro del suspenso, así que su inclinación entre estas alternativas es evidente. El suspenso sería un recurso de obras complejas, cuidadas y bien hechas, mientras que la sorpresa es pirotecnia barata cuando se carece de imaginación.

No creo que siempre sea así. De hecho, un cuento de J. D. Salinger que toda persona interesada en escribir haría bien en leer utiliza los dos recursos, y su efecto de sorpresa es oportuno y duradero.

Esta semana te propongo que escribas un texto con suspenso. Para facilitar las cosas, imaginá que tu protagonista avanza hacia un precipicio (literal o metafórico) pero no lo sabe o no se da cuenta. Nosotros debemos saberlo todo el tiempo.

Mucha suerte, y a trabajar

Saludos,

Ariel


PS

28. Pasar por el oído

Uno nunca sabe lo que va a escribir. Es útil tener un disparador, un punto de partida. Se puede tener una idea, una intención, pero en la escritura se produce otra cosa. Por eso, nunca hace falta saber algo antes de escribir. Eso funciona más bien como una excusa para demorar el momento de escribir. ¿Por qué? Porque escribir supone un riesgo, el de desplazarme de mí mismo, de la seguridad de lo que sé y domino a la incertidumbre y a lo que viene de algún lugar que desconozco. Al menos en un sentido literario, no es poner por escrito una idea que está en otro lado; escribir es darse al vértigo del devenir de la escritura.

Es por eso que, una vez escrita la primera ráfaga, uno queda frente a un objeto extraño que necesita leer y releer para que resuene y permita formar una frecuencia. En ese proceso, la lectura en voz alta permite una conexión no sólo intelectual, sino también sensorial con el texto. No es la pasividad de oír, ni la atención de escuchar. La poeta Ramona de Jesús lo llama pasar por el oído. Es el texto como una música, leído a ver cómo suena, cómo vibra en mí, hacer reverberar el texto para descomponerlo y recomponerlo. (Un juego infantil: repetir una palabra hasta que no signifique nada.)

Podemos hacer eso porque la literatura es, entre los usos del lenguaje, el que toma las palabras no como medios de expresión o comunicación, sino como palabras. Es la escritura que reflexiona, con un criterio estético, sobre la escritura misma, y su órgano es el oído. Por eso hay palabras que nos gustan. Por eso capturamos algo dicho al pasar. Por eso ensayamos qué pasa si las cosas se dicen de una forma diferente. Por eso no tiene sentido contar el argumento de un poema (tampoco el de una narración, pero eso queda para otro día).

Esta semana te propongo que espíes a alguien. Escuchá una conversación ajena en un café, a alguien que hable por teléfono en la calle o a tus vecinos que no dejan de gritarse. No valen videos ni audios, sólo escucha directa de gente real. De lo que escuches, tomá nota de alguna frase o palabra que te llame la atención por el motivo que sea. Después, repetila para tus adentros varias veces y tomá nota de las ideas o imágenes que surjan. A continuación, escribí un monólogo que incluya la frase o palabra oída.

Mucha suerte, y a trabajar

Saludos,

Ariel


PS

27. Una dosis de paranoia

Cuenta un viejo chiste que en una fiesta un escritor está conversando con una persona normal. En realidad, monologa mientras lo escuchan en silencio, hasta que después de un rato dice:

—Bueno, ya hablamos mucho de mí. Ahora contame de vos: ¿qué te pareció mi última novela?

Por suerte, no hace falta cumplir con el estereotipo para escribir. Lo que hace falta es un papel, una birome y fuerza de voluntad.

También cabe decir que no hay que ser escritor para ser narcisista, lo que es más bien una marca de nuestra época, exacerbada por la dinámica de las redes sociales y los algoritmos que, a partir ciertos rasgos personales, organizan la información y los productos a los que accedemos. Basta con un poquito de narcisismo para que el universo nos devuelva las intuiciones como verdades.

Sin embargo, como sabemos acá en Buenos Aires, todo chiste tiene algo de verdad y el narcisismo, al hacer del sujeto el centro de todo lo bueno, tiene su complemento en la paranoia, donde el otro es la principal fuente de peligro.

Dice Piglia: “En la tragedia [Edipo, por ejemplo] un sujeto recibe un mensaje que le está dirigido, lo interpreta mal, y la tragedia es el recorrido de esa interpretación”. En el policial, en cambio, en el gran género moderno y urbano, funciona el discurso paranoico, aquel cuyo sujeto ve signos por todas partes, o mejor, hace de todo un signo, un mensaje que le está dirigido.

Alguien decía en Twitter que una dinámica reconocible en las redes era equivalente a la de quien anda por la calle, se cruza con un cartel que promociona clases de guitarra, llama al teléfono del cartel y cuando lo atienden se queja:

—Hijo de puta, yo no quiero clases de guitarra.

Para la vida, buena suerte… Ahora, como ejercicio o punto de partida para la escritura, a veces es una buena idea ponerse un poco narcisista y paranoico (o en caso de ya serlo, abrazar la condición). Responder a un texto como si ese texto me hubiera estado dirigido a mí es una fuente de inspiración inagotable. Se verifica en los millones de kilómetros de escritura que nos orbitan a diario.

Esta semana te propongo que tomes un texto que tengas a mano. Puede ser un libro, una revista, el menú de un restaurante o lo que sea. Abrilo en una página al azar y dejá que tu mirada se pose en un párrafo o una sección. Transcribí el fragmento. Después, leelo fuera de contexto, como si fuera una carta que alguien te envía. A continuación, respondé con un texto propio.

Mucha suerte, y a trabajar

Saludos,

Ariel


PS

26. Los libros sin leer

Hace un tiempo, con unos amigos que escriben hablábamos sobre los libros que cada uno tenía en la biblioteca pero no había leído. La conversación empezó un poco dubitativa, con cautela, hasta que alguien se expuso y después cada uno reveló lo suyo con creciente confianza. Resultó que teníamos sin leer entre el treinta y el cincuenta por ciento de los libros propios.

Claro que la mitad de una gran cantidad de libros es también una gran cantidad, que de todas formas la lectura no es una cuestión acumulativa, y también que la lectura no sólo pasa por los libros de la biblioteca: hay libros digitales, cuentos leídos en la web, hojas sueltas, libros que nos han prestado, fotocopias perdidas, etc.

La cosa es que hubo una especie de alivio al blanquear que todos teníamos un poco de culpa por los libros sin leer. Al mismo tiempo, era una sensación muy del mundo de las obligaciones como para aplicarla a la lectura, que es una puerta a otra vitalidad.

Aparte, la propia idea de “libros todavía no leídos” merece ser cuestionada. Para una porción, vale. Son libros mencionados por escritores que nos interesan, por maestros, por otros libros. Trazan un mapa que me puede interesar recorrer, y como la lectura es sucesiva, en algún momento será el tiempo para ellos.

Sin embargo, en una biblioteca también hay lugar para libros regalados con un dudoso criterio de “esto te va a gustar”, apuestas propias que salieron mal, libros que traen recuerdos odiosos, libros fetiche, libros heredados, comprados por compromiso, libros adquiridos en estados alterados de la consciencia, libros para otro momento de la vida que al final quedaron ahí… Y cuando te querés acordar, pueden ser el treinta o el cincuenta por ciento de tu biblioteca.

Los libros no se tiran, aunque se pueden donar o vender. Por mi parte, después de esa conversación, junté unos treinta y los cambié en una librería de usados por siete que hoy me parece más probable que lea. Y si no los leo, será sin culpa: habré leído otras cosas que me interesaban más.

Esta semana te propongo que escribas una parte de un libro que no hayas leído. No vale googlearlo ni nada. Mucho menos, leerlo. Trabajá con lo que te imagines a partir de lo que conocés. Si es sólo el título y la tapa, apoyate en eso para crear tu versión.

Mucha suerte, y a trabajar

Saludos,

Ariel


PS

25. Mientras tanto

La semana pasada hablábamos del ritmo. La asociación inmediata es con la música. El ritmo es un término prestado que remite a lo más elemental del lenguaje, a un estado previo a cualquier significación, algo que puede sonar extravagante o como un complejo ejercicio de abstracción, pero es ni más ni menos que la entrada de cualquiera al lenguaje.

Vale para el contacto con una lengua extranjera: al principio, todo es música; pero también para el momento irrecuperable del aprendizaje de la lengua materna: sonidos, tonos, melodías sobre los que de a poco se recortarán significados. Al principio todo es música, y en especial ritmo, una repetición que se desplaza, que entra en contraste con el ciclo primordial de los latidos.

Hay también otra forma de pensar el ritmo en un texto, no ya en el plano de lo sonoro, sino en el de la narración. Me refiero a una densidad de acciones, a la cantidad de cosas que pasan en cada tramo de texto. Siempre hay elipsis, porque sería imposible decirlo todo. El tema es qué se deja afuera, qué se da por sobreentendido, qué se silencia para incorporarse a un terreno ambiguo.

La entrada del 2 de agosto de 1914 en el diario de Kafka: “Hoy Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde fui a nadar”. Entre un acontecimiento y el otro hay un agujero negro que lo absorbe todo. Kafka elige no contar lo que pasa ahí, y ese silencio, la irrelevancia de todo lo demás y la incorporación de lo terrible a la dinámica de lo cotidiano definen a Kafka. El choque se da por una alteración del ritmo de los acontecimientos. La primera frase da pie para que le siga algo atroz, pero en cambio aparece algo mundano, que a su vez permite preguntarnos: ¿ninguna otra cosa mundana pasó ese día?

Bien por Kafka, pero si no quisiéramos tensionar las cosas de esa manera (y dudo que Kafka lo buscara adrede, por eso la secuencia es inmejorable) necesitaríamos una transición, algo que incorporase los hechos a un mismo ritmo.

Si dedico una página entera a describir el desayuno de mi personaje, de ahí paso a un párrafo breve sobre el día laboral y liquido en dos líneas una cena con su amante, el texto queda desbalanceado, y eso produce significación. No está mal, lo importante es saberlo.

Muchas veces, los tiempos muertos (traslados de los personajes, por ejemplo), son buenos momentos de transición para balancear, si es lo que buscamos.

Esta semana, te propongo que escribas un relato que transcurra durante un viaje en taxi (no es necesario vincularlo con lo dicho en el resto del mail).

Mucha suerte, y a trabajar

Saludos,

Ariel


PS

24. Autorretrato

En la última clase abierta, dedicada a la puntuación y el ritmo en la narrativa, hablamos del escritor, fotógrafo y artista plástico francés Edouard Levé. En particular, vimos su Autorretrato, una singular obra autobiográfica de su autoría.

La autobiografía es uno de los llamados géneros de no ficción, y como tal pareciera tener cierta transparencia con relación a los hechos. Uno esperaría de un texto autobiográfico cierto desarrollo ordenado, primero lo que pasó primero, después lo que pasó después, una puesta en contexto de los acontecimientos, etcétera. Alguien podría decir que es una escritura que tan sólo registra lo ocurrido. Sin embargo, sabemos que la mera puesta en palabras de un acontecimiento es su recreación en un orden distinto, y el trazado de una interpretación sobre él, desde la manipulación deliberada hasta las ineludibles marcas inconscientes o ideológicas que se imprimen en las formas de nombrar.

Levé sabe que no hay tal transparencia, pero no se hace problema por eso. Al contrario, parte de la idea de que la escritura es creación aun cuando su objeto pretenda ser algo de la realidad. Por eso, se permite jugar con la forma y toma en préstamo un género más afín a sus otras disciplinas. A diferencia de la biografía, que desarrolla un lapso de tiempo, el retrato da cuenta de un momento (aunque en ese momento, desde luego, estén condensadas todas las vivencias pasadas y haya miradas, rictus y otros gestos que anticipen el porvenir).

El resultado es una vida hecha de pinceladas: frases breves, sintéticas, arbitrarias, sin un orden visible más allá de un intermitente principio de asociación, que delinean, dan profundidad, color, expresión, y por sobre todas las cosas, ritmo. Así empieza:

De adolescente, creía que La vida, instrucciones de uso me ayudaría a vivir, y Suicidio, instrucciones de uso, a morir. He pasado tres años y tres meses en el extranjero. Prefiero mirar hacia la izquierda. Uno de mis amigos se deleita en la traición. Terminar un viaje me provoca el mismo dejo de tristeza que terminar una novela. Olvido lo que me desagrada. Quizás he hablado sin saberlo con alguien que mató a alguien. Me meto a mirar en callejones sin salida. No me da miedo lo que haya al final de la vida. No escucho realmente lo que me dicen. Me sorprende que me pongan un apodo cuando apenas me conocen. Tardo en ver que alguien se está portando mal conmigo, tanto me sorprende que me pase algo así: el mal es, en cierto sentido, irreal. Archivo cosas. Le hablé a Salvador Dalí cuando yo tenía dos años.

La propuesta para esta semana es que escribas un relato sólo con frases breves (inferiores a una línea de texto).

Mucha suerte, y a trabajar

Saludos,

Ariel


PS

La cita es de la edición de Eterna Cadencia.

23. Caca noruega

Hace unos meses vi la película Cacería implacable (o Hodejegerne, para la gran porción de ustedes que lee noruego), de Morten Tyldum, basada en una novela de Jo Nesbø.

La película es un thriller policial con cierto humor. El protagonista es un tipo que, para compensar un fuerte complejo de inferioridad, finge, a los ojos de los demás y en especial de su mujer, un poder adquisitivo que lo excede. Para saldar la diferencia, por medio de un mecanismo muy bien tramado roba obras de arte valiosas y las vende en el mercado negro.

Todo es tan frágil que la primera instancia del suspenso pasa por descubrir cuándo se va a romper ese delicado equilibrio. Mientras tanto, el relato acumula: una casa espectacular, un auto espectacular, una mujer atractiva objetificada, trajes, cocteles, viajes, consumos… Hasta que el ladrón se ve en problemas (porque de otro modo no habría película) y debe escapar. Desde luego, alguien va tras él.

La acción se desplaza de la ciudad, las oficinas vidriadas y las vernissages a parajes rurales inhóspitos, fríos y barrosos. El perseguidor se acerca cada vez más, lo tiene a tiro. El ladrón escapa, pero sólo un momento, porque enseguida se mete en una nueva trampa. El perseguidor está muy cerca, lo percibe sin mirarlo. El ladrón está acorralado. La única puerta a la vista es la de un baño: un cuartito mínimo, desvencijado, que resiste bajo la lluvia. Puede que ahí pasé inadvertido, pero si lo descubren, no tendrá escapatoria. El peligro se acerca, así que de todas formas se mete ahí. No es un baño como los que él acostumbra usar, sino apenas un asiento con un agujero sobre un pozo ciego. Hay un olor espantoso, pero no es nada comparado con la posible captura, así que el ladrón aguanta las arcadas y trata de permanecer en silencio. Sin embargo, el perseguidor viene ayudado por un perro que no se deja engañar. El perro tensa la correa en dirección al baño, y hacia ahí va el perseguidor, que de un golpe abre la puerta. No hay nadie. La cámara nos lleva al pozo debajo del baño. Ahí está el ladrón, sumergido por completo en un montón de mierda acumulada por años, de la que asoma sólo un tubo de cartón que le permite respirar. El perseguidor descree de la vía de escape, el perro queda con el olfato desorientado, el ladrón sobrevive.

En la solución, asquerosa pero original, lo más potente es el contraste: la caída del coctel al pozo ciego.

Esta semana te propongo que escribas una narración que incluya, por ascenso, caída o ascenso y caída, situaciones de fuerte contraste para tu protagonista.

Mucha suerte, y a trabajar

Saludos,

Ariel


PS

22. ¿Quién lee?

Podrá ser cursi, pero la imagen del manuscrito en una botella lanzado al mar sintetiza a la perfección la actividad de escribir. Uno nunca sabe adónde va a llegar el texto, y ni siquiera salva la decisión de no darlo a conocer. El ejemplo más célebre es el de Kafka, publicado de manera póstuma por quien tenía el encargo de quemar su obra.

Más importante que eso me parece el hecho, siempre mágico, de que uno nunca sabe quién está del otro lado. No se sabe incluso en el caso de un mensaje privado, y para eso no hay necesidad de que caiga en manos imprevistas. Por más que crea conocer al destinatario de un texto, uno no tiene forma de saber, en la turbulencia de la imaginación propia y la interioridad del otro, quién es el que lee.

Sin embargo, hay recursos para limitar el campo de las posibilidades de lectura o, en todo caso, para limitar lo que un texto puede decir sin ser forzado. Hablo de recursos para dar precisión a lo escrito, para desambiguar lo ambiguo, para hacer de la apertura interpretativa una decisión más que una fatalidad.

Uno de esos recursos es la puntuación, que no siempre existió. En la antigüedad la escritura no llevaba marcas para saber cuándo terminaba una frase y empezaba otra, ni qué era una pregunta y qué no, o si una determinada palabra llevaba una entonación especial. Si había un acuerdo acerca de todo eso era porque los escritos estaban muy ligados a la oralidad y no había necesidad de marcar ese tipo de cosas, que estaban codificadas en un saber compartido (al menos de un grupo de iniciados). La situación es análoga a la de una escritura para uno mismo, con abreviaturas y símbolos propios. A medida que los textos se apartan de su fuente son necesarias marcas que expliquen cómo leer lo que se tiene delante.

Hoy, que a diferencia de aquellos tiempos escribimos textos para ser leídos en silencio y no para ser declamados público, nos cuesta imaginar un texto sin puntos ni comas, que por otra parte dan ritmo y fluidez al discurrir verbal.

Para esta semana te propongo que escribas un texto de una página que no contenga puntos, sólo comas.

Mucha suerte, y a trabajar

Saludos,

Ariel


PS

21. No se me cae una idea

Tal vez te haya pasado. Estás en una reunión. Conocés a alguien. Conversás. En algún momento llegan a que te dedicás a la escritura, o a que tenés el hobby de escribir, o al simple hecho de que te gusta escribir. Entonces tu interlocutor dice:

—¡Ah! Si yo te contara mi vida, podrías escribir una novela entera.

Más allá de lo odioso de la situación y del narcisismo de esta persona, la frase da cuenta de cierta concepción de la escritura, la misma que subyace a una regla típica: “escribí sobre lo que sepas”.

Pareciera que para escribir hay que haber vivido algo (¿una vida interesante?) o saber algo de antemano. Sin embargo, creo que nunca la escritura es tan poderosa ni tan atrapante como cuando vamos hacia lo desconocido.

Quien alguna vez se ha lanzado a escribir algo lo sabe: es en la escritura donde se piensa, donde las ideas toman forma, donde la vida toma forma. No es antes, ni tampoco durante. Es ahí, en el texto, al que el escritor llega, sin saber exactamente cómo, en calidad de primer lector.

Lo demás es información, declaraciones, exposición de saberes o de una vida en todo lo que se parece a las demás. Pero el juego de literatura es otra cosa.

Hace poco una persona me decía que se había inscripto para recibir estas consignas porque no se le “caía una idea”. Y claro, porque las ideas no caen. Se forman, como las constelaciones en el cielo. Pero para eso, primero, hay que salir a dar un paseo por la oscuridad.

La consigna de esta semana es escribir un relato que transcurra de noche. (Sugerencia: escribí sobre algo que no sepas.)

Mucha suerte, y a trabajar

Saludos,

Ariel


PS
  • PS. Para transitar la oscuridad en compañía de otros y con una orientación, a muchas personas les sirve participar en un taller. Casualmente, está abierta la inscripción a mi taller de iniciación a la escritura creativa, del que ya empiezan a ocuparse los lugares. Podés encontrar más información acá.