Los libros mencionados son:
- Agota Kristof, Klaus y Lucas
- Valeria Luiselli, Desierto sonoro
- Pablo Katchadjian, En cualquier lado
- Manuel Puig, Boquitas pintadas
Acá podés encontrar los fragmentos leídos.
Los libros mencionados son:
Acá podés encontrar los fragmentos leídos.
Un buen texto parece haber sido escrito de un tirón, pero cualquiera que se haya sentado a escribir algo alguna vez sabe que la cosa no funciona así. Uno avanza con una primera versión, después la revisa, cambia párrafos, elimina otros, reordena, busca una palabra que reemplace a otra que no le suena bien… Casi se diría que ahí está la verdadera escritura.
Como un texto es un tejido, las correcciones nunca se dan aisladas, y como uno es humano, es usual que al ajustar una cosa se desajuste otra, o que la corrección en la que uno se concentra después haga ruido con su contexto. Por eso, en teoría, un texto podría corregirse hasta el infinito. De ahí la idea borgeana de publicar para dejar de corregir.
Claro que corregir tiene sentido, y que un segunda mirada (la de quien escribió, con cierta distancia temporal) y una tercera (de alguien de confianza, capaz de dar una devolución centrada en el texto y no en cuánto nos aprecia), pueden aportar mucho y transformar el texto para mejor.
Además de eso, hay algo muy productivo en el proceso, en virtud de los nuevos errores que aparecen. En un capítulo de una novela en desarrollo que en estos días corregí para otra persona, la hija del protagonista, que no pasaba de los diez años, tenía expresiones y actitudes de una adolescente. Me imagino que en la primera versión del texto era una adolescente, pero por algún motivo de trama el autor le cambió la edad (tal vez necesitaba que esta chica dependiera de sus padres para moverse por la ciudad, o algo por el estilo).
Un primer impulso llevaría a normalizar, a darle a esa chica un lenguaje acorde a su edad o una edad acorde a su lenguaje. Sin embargo, la disonancia podía traer algo más interesante que eso. El ejercicio sería interpretarlo no como un error, sino como algo hecho adrede: ¿por qué esa nena hablaba así?, ¿eso decía algo acerca de la niñez en el universo de la novela?; en ese caso, ¿cómo quedaba configurada, por oposición, la adultez?; ¿otros personajes adoptarían la conducta que se les suele atribuir a los chicos?…
Acá, corregir hubiera llevado a tener en el texto una nena o una adolescente más como hay tantas en la literatura. El error, reencuadrado, abre la posibilidad de construir, a partir de lo disonante, un sistema nuevo, y eso es lo que hace singular a una escritura.
Esta semana te propongo escribir un texto que desarrolle su propia lógica a partir de un dato de la realidad apenas cambiado. Por ejemplo, los chicos hablan como adolescentes; los semáforos no tienen luz amarilla; el cielo normal no se ve celeste, sino como una hoja cuadriculada; etc.
Mucha suerte, y a trabajar
Saludos,
Ariel
Hace poco llegué a esta cita de Thomas Mann: “Un escritor es una persona a la que escribir le resulta más difícil que a las demás”. Si la hubiera dicho otro, podría ser una excusa, pero de parte de alguien que ganó el Nobel y escribió un ladrillo como La montaña mágica, resulta un alivio.
La genialidad de la frase está en lo contraintuitivo. Tendemos a creer que mientras alguien más se dedica a una disciplina y más se forma en ella, más fácil le resulta ejecutarla. En un sentido, puede ser cierto, y por eso quienes saben que nos gusta escribir nos piden ayuda para redactar dedicatorias de cumpleaños o revisiones de última hora de trabajos escolares. Sin embargo, eso no impide que lo contrario también sea verdadero: profundizar en la escritura es entrar en contacto con la complejidad del material con el que trabajamos, y eso necesariamente da lugar nuevas dudas, a ponernos en la posición de tomar decisiones sobre lo que antes dábamos por sentado.
Por esas derivas extrañas de la técnica y las artes, en este sentido hoy se nos hermana la fotografía. Con ligeros ajustes, un profesional de esa disciplina podría hacer suya la frase de Mann, y puede que incluso resultara más evidente. La actual ubicuidad de las cámaras fotográficas hacen del fotógrafo no una persona a la que, por disponer de un equipo y de conocimientos técnicos, le es más fácil fotografiar, sino una a la que, por tener un conocimiento fotográfico, le es más difícil que al resto.
Como suele pasar con las frases ingeniosas, funcionan porque ocultan algo. Acá, es claro, se equiparan obras que en realidad son muy diferentes: no hay punto de comparación entre la foto que pueda tomar yo con mi celular y la de un fotógrafo profesional. Tampoco lo hay entre una obra de Thomas Mann y lo que pueda producir cualquiera sólo porque en la escuela le enseñaron a escribir.
Supongo que en algún punto de ese espectro estamos nosotros. A veces un párrafo insiste en hacernos creer que apenas estamos alfabetizados, pero al parecer es una buena señal.
Esta semana te propongo que escribas un texto que incluya una historia de amor durante unas vacaciones.
Mucha suerte, y a trabajar
Saludos,
Ariel
Hace poco una persona me contaba que tenía la intención de escribir una historia familiar, pero que no estaba segura de tener “el talento suficiente” para hacerlo. No la culpo, es una idea que está instalada: para escribir se requiere talento.
Si uno lleva el auto al mecánico, ¿espera que el mecánico sea talentoso o que haga la reparación que hace falta?
Para un equipo que define una clasificación por penales, ¿es preferible que tenga un jugador talentoso o cinco jugadores promedio que todos los días practiquen tiros al arco?
Si tuvieran que operarte y te dijeran que no te preocupes, que el cirujano es muy talentoso, ¿te daría tranquilidad?
Alcanza con cambiar la escritura por otra cosa para desarmar el sinsentido.
Para ser sincero, no sé qué es el talento. Me gustaría decir que no existe, que todo se puede aprender, pero no es verdad. Hay gente muy talentosa en lo suyo, más allá del dominio de una técnica. Los reconocemos enseguida. Ahora, si esa diferencia proviene de la genética, de Dios, del entorno, de los estímulos o de la alimentación, no lo sé.
Lo que sabemos, porque lo vimos en documentales y lo leímos en biografías, es que aquellos a quienes llamamos talentosos, además de tener talento, se forman y practican lo suyo por lo menos en igual medida (aunque en general, mucho más) que el resto de las personas dedicadas a su disciplina. El talento, entonces, no es un requisito, sino un plus.
Bien mirado, y si dejamos de lado cuestiones legales, para realizar cualquier práctica (mecánica, fútbol, cirugía y hasta escritura) basta con querer hacerlo. En la formación y la ejercitación estará la diferencia entre hacerlo de forma intuitiva (con mayor o menor éxito) o con dominio de las técnicas en juego. El talento permitirá hacerlo, además, de forma excepcional.
Lo bueno para nosotros es que para escribir de forma excepcional ni siquiera hace falta talento, porque la combinación de un saber sobre la escritura con las particularidades de cada quien da lugar a una escritura singular.
Este viernes empieza el taller de Iniciación a la Escritura Creativa.
Si querés conocer elementos, técnicas y recursos que te permitan escribir lo que quieras, te invito a ocupar alguno de los lugares que todavía están disponibles.
Quien dice, puede que incluso descubramos algún talento.
Por lo pronto, esta semana te invito a escribir la historia de un personaje que realice de forma intuitiva (no necesariamente bien) algo a lo que otros dedican años de formación. O bien, lo contrario.
Mucha suerte, y a trabajar
Saludos,
Ariel
Hace un tiempo recibí el mensaje de una persona a la que le gustaba leer y tenía ganas de escribir, pero nunca se había animado a hacerlo.
Decía que tenía ciertos miedos, y los identificaba con sorprendente claridad: a no saber hacerlo, a fracasar en el intento y al posible rechazo de los demás.
El docente que hay en mí se apuraba a desarmar esos miedos: no se sabe hasta que se aprende, se fracasa hasta que se logra, y el rechazo puede no ser más que estar ante los lectores equivocados.
Sin embargo, había algo que no terminaba de resultarme genuino de mi respuesta. Esos miedos tenían una verdad. Quizás no los llamaría miedos, porque no creo que la mejor reacción ante eso sea la parálisis o la huida. Sí pienso que se trata de una incertidumbre que, a veces más presente y a veces menos, acompaña siempre la escritura.
Nunca se sabe, porque la escritura siempre trae algo desconocido; siempre se fracasa, porque el texto, a medida que aparece, barre las intenciones de quien escribe; y por último, uno no puede pretender que lo que escribe le guste a todo el mundo, aunque pronto se comprueba que un texto escrito con ganas engancha a otros lectores (así como un texto escrito sin entusiasmo aburre a todos).
Más allá de las técnicas que se puedan conocer o de los maestros a los que uno pueda leer, aprender a escribir es aprender a manejarse con esa incertidumbre y avanzar de todos modos. También es lo más emocionante.
Si tenés ganas de escribir a pesar de la incertidumbre, en un espacio amable junto a otros y sumar herramientas y devoluciones para desarrollar tus textos, te invito a participar del taller de Iniciación a la Escritura Creativa.
Mientras tanto, esta semana, te propongo que escribas un relato con un personaje que tenga un miedo irracional.
Mucha suerte, y a trabajar
Saludos,
Ariel
Al escribir la entrega de la semana pasada llegué a algo que me gustó. No fue original, pero fue una imagen estimulante en la medida en que me dio a pensar otras cosas: una página en blanco que se puede raspar, una página en tres dimensiones.
Hay similitudes posibles entre la hoja en blanco y la pantalla de cine. La tradición dice que la hoja es una superficie en la que se proyectan o se “bajan” las ideas del escritor.
Yo diría que la hoja en blanco es una pantalla, sí, pero no en ese sentido, sino en el de una tela tensionada y opaca que separa un espacio de otro. Así, escribir no sería tanto proyectar como tratar de adivinar, de palpar, lo que está del otro lado.
Frente al aburrimiento (para escritor y lector) de escribir con el objetivo de enseñar lo que uno sabe y los demás no, partir de una inquietud y participar al lector de una búsqueda, sin garantías, en la que con suerte se podrá delinear alguna cosa.
Así es como pasa: rondás, rondás, rondás, hasta que das con algo. Ahora sí como en el cine, tal vez sirva pensar en la escritura como en una práctica parecida a la de esos personajes secundarios de los westerns que se la pasan metidos en el río, hundidos en el barro, buscando a ciegas una pepita de oro, y que la mayoría de las veces sólo levantan piedras, ranas y latas.
De lo que hablamos, en definitiva, es de la diferencia entre partir de una idea y partir de una pregunta. Claro que hay más riesgo en la segunda opción, pero también es la única que vale la pena.
Esta semana te propongo que escribas un texto en el que incluyas cuatro de estos cinco objetos:
(Si no sabés qué es alguno, acá siempre sostenemos que invención mata investigación.)
Mucha suerte, y a trabajar
Saludos,
Ariel
Uno de mis primeros trabajos relacionados con la escritura fue la traducción. No eran encargos glamorosos de alta literatura ni nada por el estilo. Traducía más bien textos comerciales, manuales de procedimientos, páginas web y cosas así.
No me había formado como traductor, pero sabía leer en inglés y escribir en español, y para esto era suficiente, en especial porque partía de la base de que la traducción es algo imposible.
En el sentido común, traducir es pasar el contenido de un recipiente a otro, pero el lenguaje no se comporta de esa manera. Las distintas lenguas no son homologables entre sí. No es que cada palabra, construcción o frase en una lengua se corresponde con otra en una lengua distinta. En algunos casos puede parecer que sí, o bien aquello que se pierde en el camino es desestimable. Lo cierto es que cada lengua es un sistema en sí mismo, con su propia sintaxis y su propia distribución lexical. Es famoso el ejemplo de los inuit y sus múltiples términos para nombrar lo que nosotros llamaríamos, sin más, “nieve”. También hay diferencias culturales que no le asignan el mismo peso a palabras que en el diccionario figuran como equivalentes. Y esto, sólo por mencionar algunos de los problemas que supone la traducción y que explican la formación específica y rigurosa de quienes trabajan con textos más sensibles que esos de los que yo me encargaba.
Este era el punto de partida y lejos de ser un obstáculo, fue lo que me dio cierta tranquilidad de consciencia para hacer ese trabajo. No existía la traducción perfecta, pero yo tenía plena confianza en mis capacidades de escritura en castellano. Resultara lo que resultase, iba a ser legible para el público al que estaba dirigido.
La escritura literaria tiene mucho con esto, si seguimos la idea de traducción como el pasaje siempre imperfecto de algo a otra lengua o lenguaje, con inevitables pérdidas en el medio. Lo leemos en las críticas y los ensayos: un clima de época se traduce en una novela, también un pensamiento, un episodio biográfico, etc. Algo de cierta naturaleza textual viene y se presenta, transformado, en la escritura literaria. Por otra parte, no hay otro modo: es eso lo que empieza a aparecer a poco de raspar una página en blanco.
Esto tampoco es un obstáculo, sino un procedimiento, y es más poderoso que cualquier intención que uno quiera imprimirle a un texto. No importa lo que hagas, va a pasar, así que no sería mala idea usarlo a favor.
Esta semana te propongo que escribas un texto que dialogue con esta imagen.
Mucha suerte, y a trabajar
Saludos,
Ariel
¿Qué hace falta para que haya narración? Creo que toda la narrativa podría resumirse en el mismo núcleo estructural: alguien va del punto A al punto B.
Un relato es un recorrido, y en general hay un motivo detrás de él. O hay varios motivos, algunos más directos (el personaje necesita un objeto, entonces va a buscarlo) y otros más indirectos (el personaje nunca recibió atención de su padre, y eso lo lleva a determinado tipo de conductas). Puede que varios motivos confluyan o se superpongan, o que no esté claro cuál es el principal. Puede que el recorrido sea literal o que sea metafórico. Puede que se produzca una transformación, un movimiento real, o que todo cambie para que no cambie nada. En cualquier caso, mientras haya movimiento, hay una narración posible.
Un texto clásico que leí hace no mucho muestra esto con la claridad y la sencillez de los cuentos tradicionales. Se trata de La leyenda del santo bebedor, de Joseph Roth. El protagonista es un pobre diablo con una deuda que lo persigue. Un día, por un golpe de suerte, llega a sus bolsillos una suma que le permitiría saldar sus cuentas, pero termina por gastársela en bebida. A continuación, el destino le da una nueva oportunidad: otra vez tiene dinero, pero de nuevo lo gasta en cualquier otra cosa. Así se dan sucesivos momentos de fortuna con sus respectivos momentos de pérdida.
La estructura de este cuento es la de una montaña rusa. El personaje cae, se levanta y vuelve a caer varias veces. En el medio, en cada remontada parece que la sacudida ya pasó, cuando en realidad queda por delante una caída mayor.
No voy a decir cómo termina. El texto puede encontrarse en la web. Lo que me importa, a los fines que nos convocan, es el esqueleto del texto: en la medida en que algo se mueve (acá, algo se pierde y se gana), hay una narración posible.
Esta semana te propongo que tomes esta estructura de montaña rusa para escribir un texto. Buscá crear una secuencia en la que varias veces algo se pierda y luego se gane, o algo suba y luego baje, algo se atrape y luego se escape, algo se llene y luego se vacíe, etc.
Mucha suerte, y a trabajar
Saludos,
Ariel
Las grandes obras de la literatura dan la impresión de que no podrían haber sido escritas de una forma mejor. Pero es sólo una impresión. En realidad la evolución de un texto responde al teorema según el cual un mono que pulsara al azar un teclado durante toda la eternidad, tarde o temprano, escribiría Hamlet. Claro que nosotros somos el mono, y a los fines prácticos, nuestras preocupaciones, ideas e intenciones no difieren de la arbitrariedad animal.
Es curioso que el teorema se ejemplifique con esa tragedia de Shakespeare, ya que el mono, en rigor, escribirá todas las obras de la literatura. Lo sintomático es que Hamlet es un personaje al que se le va la vida mientras duda de todo (“Ser o no ser”, etc.) o, en otras palabras, cree que tiene todo el tiempo del mundo, cosa verdadera en el caso del mono pero falsa en el nuestro. La corrección tiene ese peligro: uno puede corregir por siempre, y a cada cambio abrir nuevas dudas.
La trampa, como siempre, está en las palabras. Por una tradición de la que no es posible escapar, el término “corrección” pude dar la idea de un avance hacia una forma perfecta. Sin embargo, la corrección de un texto literario tiene tanto de arte como la escritura misma. Así como no hay una única forma de escribir un texto, no hay una única forma de corregirlo, y nada en él indica que se lo ha corregido lo suficiente.
El corte, el punto final, viene de afuera del texto. Dicen por ahí que uno publica para dejar de corregir, aunque nada impide retomar el trabajo si se lo considera oportuno. En el medio de una cosa y la otra está la diferencia entre, por un lado, la escritura, un río que corre, y por el otro, la obra, que es un mero recorte.
A veces, cuando el río arrastra más de lo deseable o te deja a la deriva, bien vale aprovechar los recursos de cierre que ofrece el mundo exterior: un plazo de admisión de colaboraciones, el día de encuentro de taller, la fecha límite para presentarse a un concurso, etc.
La escritura discurre, la obra fija. Hay un tiempo para cada una.
Esta semana te propongo que recuperes algún texto tuyo que hayas descartado. Mientras más viejo sea y más olvidado esté, mejor. A continuación reescribilo desde la perspectiva de hoy. Considerá no sólo el tiempo que pasó, sino también los cambios en tus preferencias, experiencias, saberes, etc.
Mucha suerte, y a trabajar
Saludos,
Ariel
Incluido en Otras inquisiciones
He comprobado que la decimocuarta edición de la Encyclopaedia Britannica suprime el artículo sobre John Wilkins. Esa omisión es justa, si recordamos la trivialidad del artículo (veinte renglones de meras circunstancias biográficas: Wilkins nació en 1614, Wilkins murió en 1672, Wilkins fue capellán de Carlos Luis, príncipe italiano; Wilkins fue nombrado rector de uno de los colegios Oxford, Wilkins fue el primer secretario de la Real Sociedad de Londres, etc.); es culpable, si consideramos la obra especulativa de Wilkins. Éste abundó en felices curiosidades: le interesaron la teología, la criptografía, la música, la fabricación de colmenas transparentes, el curso de un planeta invisible, la posibilidad de un viaje a la luna, la posibilidad y los principios de un lenguaje mundial. A este último problema dedicó el libro An Essay Towards a Real Character and a Philosophical Language (600 páginas en cuarto mayor, 1668). No hay ejemplares de ese libro en nuestra Biblioteca Nacional; he interrogado, para redactar esta nota, The life and Times of John Wilkins (1910), de P. A. Wrigh Henderson; el Woertebuch der Philosophie (1924), de Fritz Mathner; Delphos (1935), de E. Sylvia Pankhurst; Dangerous Thoughts (1939), de Lancelot Hogben.
Todos, alguna vez, hemos padecido esos debates inapelables que una dama, con acopio de interjecciones y de anacolutos jura que la palabra luna es más (o menos) expresiva que la palabra moon. Fuera de la evidente observación de que el monosílabo moon es tal vez más apto para representar un objeto muy simple que la palabra bisilábica luna, nada es posible contribuir a tales debates; descontadas las palabras descompuestas y las derivaciones, todos los idiomas del mundo (sin excluir el volapük Johann Martin Schleyer y la romántica interlingua de Peano) son igualmente inexpresivos. No hay edición de la Gramática de la Real Academia que no pondere “el envidiado tesoro de voces pintorescas, felices y expresivas de la riquísima lengua española”, pero se trata de una mera jactancia, sin corroboración. Por lo pronto, esa misma Real Academia elabora cada tantos años un diccionario, que define las voces del español… En el idioma universal que ideó Wilkins al promediar el siglo XVII, cada palabra se define a sí misma. Descartes, en una epístola fechada en noviembre de 1629, ya había anotado que mediante el sistema decimal de numeración, podemos aprender en un solo día a nombrar todas las cantidades hasta el infinito y a escribirlas en un idioma nuevo que es el de los guarismos; también había propuesto la formación de un idioma análogo, general, que organizara y abarcara todos los pensamientos humanos. John Wilkins, hacia 1664, acometió esa empresa.
Dividió el universo en cuarenta categorías o géneros, subdivisibles luego en diferencias, subdivisibles a su vez en especies. Asignó a cada género sin monosílabo de dos letras; a cada diferencia, una consonante; a cada especie, una vocal. Por ejemplo: de, quiere decir elemento; deb, el primero de los elementos, el fuego; deba, una porción del elemento del fuego, una llama. En el idioma análogo de Letellier (1850) a, quiere decir animal; ab, mamífero; abo, carnívoro; aboj, felino; aboje, gato; abi, herbívoro; abiv, equino; etc. En el Bonifacio Sotos Ochando (1854), imaba, quiere decir edificio; imaca, serrallo; image, hospital; imafo, lazareto; imarri, casa; imaru, quinta; imedo, poste; imede, pilar; imego, suelo; imela, techo; imogo, ventana; bire, encuadernador; birer, encuadernar. (Debo este último censo a un libro impreso en Buenos Aires en 1886: el Curso de lengua universal, del doctor Pedro Mata).
Las palabras del idioma analítico de John Wilkins no son torpes símbolos arbitrarios; cada una de las letras que las integran es significativa, como lo fueron las de la Sagrada Escritura para los cabalistas. Mauthner observa que los niños podrían aprender ese idioma sin saber que es artificioso; después en el colegio, descubrirán que es también una clave universal y una enciclopedia secreta.
Ya definido el procedimiento de Wilkins, falta examinar un problema de imposible o difícil postergación: el valor de la tabla cuadragesimal que es base del idioma. Consideremos la octava categoría, la de las piedras. Wilkins las divide en comunes (pedernal, cascajo, pizarra), módicas (mármol, ámbar, coral), preciosas (perla, ópalo), transparente (amatista, zafiro) e insolubles (hulla, greda y arsénico). Casi tan alarmante como la octava, es la novena categoría. Esta nos revela que los metales pueden ser imperfectos (bermellón, azogue), artificiales (bronce, latón), recrementicios (limaduras, herrumbre) y naturales (oro, estaño, cobre). La belleza figura en la categoría decimosexta; es un pez vivíparo, oblongo. Esas ambigüedades, redundancias y deficiencias recuerdan las que el doctor Franz Kuhn atribuye a cierta enciclopedia china que se titula Emporio celestial de conocimientos benévolos. En sus remotas páginas está escrito que los animales se dividen en (a) pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, (i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, (1) etcétera, (m) que acaban de romper el jarrón, (n) que de lejos parecen moscas. El Instituto Bibliográfico de Bruselas también ejerce el caos: ha parcelado el universo en 1000 subdivisiones, de las cuales la 262 corresponde al Papa; la 282, a la Iglesia Católica Romana; la 263, al Día del Señor; la 268, a las escuelas dominicales; la 298, al mormonismo, y la 294, al brahmanismo, budismo, shintoísmo y taoísmo. No rehúsa las subdivisiones heterogéneas, verbigracia, la 179: “Crueldad con los animales. Protección de los animales. El duelo y el suicidio desde el punto de vista de la moral. Vicios y defectos varios. Virtudes y cualidades varias.”
He registrado las arbitrariedades de Wilkins, del desconocido (o apócrifo) enciclopedista chino y del Instituto Bibliográfico de Bruselas; notoriamente no hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural. La razón es muy simple: no sabemos qué cosa es el universo. “El mundo -escribe David Hume- es tal vez el bosquejo rudimentario de algún dios infantil, que lo abandonó a medio hacer, avergonzado de su ejecución deficiente; es obra de un dios subalterno, de quien los dioses superiores se burlan; es la confusa producción de una divinidad decrépita y jubilada, que ya se ha muerto” (Dialogues Concerning Natural Religion, V. 1779). Cabe ir más lejos; cabe sospechar que no hay universo en el sentido orgánico, unificador, que tiene esa ambiciosa palabra. Si lo hay, falta conjeturar su propósito; falta conjeturar las palabras, las definiciones, las etimologías, las sinonimias, del secreto diccionario de Dios.
La imposibilidad de penetrar el esquema divino del universo, no puede, sin embargo, disuadirnos de planear esquemas humanos, aunque nos conste que estos son provisorios. El idioma analítico de Wilkins no es el menos admirable de ésos esquemas. Los géneros y especies que lo componen son contradictorios y vagos; el artificio de que las letras de las palabras indiquen subdivisiones y divisiones es, sin duda, ingenioso. La palabra salmón no nos dice nada; Zana, la voz correspondiente; delfine (para el hombre versado en las cuarenta categorías y en los géneros de esas categorías) un pez escamoso, fluvial, de carne rojiza. Teóricamente, no es inconcebible un idioma donde el hombre de cada ser indicara todos los pormenores de su destino, pasado y venidero.)
Esperanzas y utopías aparte, acaso lo más lúcido que sobre el lenguaje se ha escrito son estas palabras de Chesterton: “El hombre sabe que hay en el alma tintes más desconcertantes, más innumerables y más anónimos que los colores de una selva otoñal… cree, sin embargo, que esos tintes, en todas sus fusiones y conversiones, son representables con precisión por un mecanismo arbitrario de gruñidos y de chillidos. Cree que del interior de un bolsista salen realmente ruidos que significan todos los misterios de la memoria y todas las agonías del anhelo” (G.F.Watts, pág. 88, 1904).