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46. El espectro de riesgo

Ayer, durante la clase sobre corrección de textos propios, entre otras cosas comenté una idea que me viene con insistencia desde hace un tiempo.

La escritura literaria permite hacerlo todo. Al menos, todo lo que pueda hacerse por escrito, que no es poco. Tiene el potencial de romper las restricciones formales y los tabúes que se imponen en otros discursos.

Estas rupturas pueden ser tentadoras, y en ciertos momentos incluso necesarias, pero creo que nunca son tan atinadas como cuando el propio texto las pide.

Una historia ya ha sido escrita una infinidad de veces, pero esta vez, cuando yo la escribo, siento que algunas partes son pesadas, que me aburren de solo plantearlas. La fuerza del sentido común que me habita me lleva a escribir la historia como se ha escrito siempre, pero yo me propongo conducirla a un nuevo lugar: la desordeno, saco partes, agrego otras, cambio los personajes, su forma de hablar, las coordenadas de tiempo y espacio, me distancio, cambio el foco, la cruzo con otra historia, etcétera.

Seguir la norma al pie de la letra puede dar una impresión de seguridad, pero lo único seguro es el aburrimiento, tanto de quien escribe como de quien lee. Por el contrario, la pura experimentación puede volverse expulsiva, inaccesible, y por lo tanto ineficaz.

Entre esos polos hay un espectro de riesgo, que no es otro que el riesgo artístico: cuánto poner en juego para atrapar al lector y al mismo tiempo no sobreexigirlo. El riesgo, a fin de cuentas, no está de su lado, sino del nuestro. En el peor de los casos, el texto será abandonado en mitad de la lectura.

Esto no es una reivindicación del punto medio, que por otra parte no sabría cuál es. En cambio, es una propuesta para evaluar dónde se ubica un material y corregirlo en consecuencia. No para salvar el riesgo, sino para alinear todas las piezas y salir mejor preparados a la aventura que el texto propone.

Esta semana la consigna es escribir una historia o escena que involucre una limpieza trabajosa.

Mucha suerte, y a trabajar

Saludos,

Ariel


PS

45. Un verdadero escritor

Es muy probable que me hayas conocido por las redes sociales, en particular por una publicación en la que ofrezco estas consignas de escritura semanales a quienes las deseen. Empecé a hacer difusión de mi trabajo por ese medio el año pasado y resultó muy bien (acá estamos), pero también da lugar a ciertos, por así decirlo, efectos secundarios.

Uno de ellos es que, así como a muchas personas la propuesta les gusta y la aprovechan, a algunas otras las enoja. Entiendo que pueda no interesarles, y está todo bien. No todo es para todos. Pero enojarse ya me parece un poco gracioso.

Esta semana, una persona cuya privacidad mantendremos a salvo respondió a mi publicación. Decía que un verdadero escritor no necesita consignas ni ejercicios, sino ponerse a escribir y no dejar de leer a los maestros.

Me pregunto qué idea tendrá esta persona de lo que es “un verdadero escritor”. Yo creo que una un poco aburrida. Supongo que está bien leer a los maestros, pero si nunca dejo de leerlos, ¿cuándo voy a leer lo que tengo ganas de leer? Por otra parte, tampoco es fácil saber quiénes son esos maestros (¿habrá maestras también?, ¿en qué idioma escribirán?, ¿qué sellos los publicarán?).

Pongamos que sabemos quiénes son y que nos apasiona su lectura. ¿Por qué sería importante leerlos? Me imagino que no para llegar algún día a ser cadáveres cultos. Tampoco por el mero disfrute de la lectura, porque eso lo hace cualquier lector, no uno que quiere escribir.

Mi experiencia al leer textos que luego adopté como maestros tiene que ver con alguna forma de fascinación: leer algo que nunca había leído de esa manera, descubrir una idea genial, encontrarme con que el lenguaje hace algo que yo no sabía que podía hacerse.

Lo sabemos desde la primaria: no alcanza con que alguien sea nombrado maestro para que cumpla ese rol. Un maestro fascina, y a quien le quepa alguna duda lo remito a la excelente Escuela de Rock.

Del mismo modo, un texto magistral inspira: lo que me fascina del texto quiero llevármelo a mi propia escritura. Lo que leo se cruza con lo que tengo y me ilumina el camino para avanzar. Puede que ni sepa con qué cuento, pero el encuentro con la lectura me lo dispara, me hace escribir.

Dar con un texto que suscite algo así es un pequeño milagro, y para invocarlo no alcanza con recorrer el anaquel de grandes maestros de la literatura universal. Más bien, en el momento menos pensado, uno es tocado por una lectura.

¿Eso hace a un verdadero escritor? No lo sé. Sí sé que, por suerte, para escribir no hace falta ser un verdadero escritor.

Lo que hace falta es escribir, y para eso, desde mi punto de vista, vale casi todo.

Esta semana te propongo escribir un texto en el que los personajes jueguen un juego.

Mucha suerte, y a trabajar

Saludos,

Ariel


PS

44. Leer, escribir, corregir

La semana pasada, la metáfora del surfista ilustraba en qué medida la experiencia es tan importante como la teoría, o incluso más. Lo que me interesaba atacar es la idea de que uno tiene que formarse durante un tiempo determinado antes de poder hacer lo que quiere hacer; en este caso, escribir.

Ahora que bajó un poco la espuma, diría que tampoco se trata de hacer, hacer y hacer sin detenerse nunca a revisar lo hecho, porque se corre el riesgo de arrastrar a lo largo del proceso problemas que hubiera sido mucho más sencillo resolver de entrada.

Una buena dinámica para avanzar sería: hacer, revisar, hacer, revisar, hacer, revisar… o bien, escribir, corregir, escribir, corregir, escribir, corregir… Siempre para adelante, claro, porque un texto puede corregirse hasta el infinito y no se trata de obsesionarse, sino todo lo contrario. Hay instancias de obsesión en la escritura, claro, pero conviene delimitarlas para poder cerrar los textos en algún momento.

Una forma de no enfrascarse de más en la revisión de un texto propio es saber qué observar en la corrección. Claro que con “saber” me refiero a este saber doble de la teoría y de la experiencia.

La corrección literaria de un texto tiene mucho menos que ver con reglas y formas de hacer las cosas bien o mal que con el desarrollo del oído, con la capacidad de percibir lo que suena y lo que no, lo que funciona y lo que no, aunque a veces sea difícil explicar por qué.

La gramática, la ortografía y la Real Academia Española (que en estos días nos dispensó la tilde de sólo para enseguida volver a llevársela) están muy bien para corregir un trabajo escolar y sacarse un diez, pero la literatura no pasa por ahí. Pasa, en cambio, por una exploración personal del lenguaje, de las lecturas y las inquietudes propias.

Entre un texto gramaticalmente perfecto y otro que mediante una torsión del lenguaje te haga ver un aspecto del mundo o de la vida que nunca habías concebido, ¿cuál preferirías leer? ¿Cuál te gustaría tratar de escribir?

No pasa por la originalidad, que no debería preocupar a nadie. Pasa por encontrar una mirada personal, una forma personal de decir, de escribir. Y no es que haya que encontrarla para empezar a escribir, sino que, con suerte, se descubre en la marcha. La cuestión es permitir que emerja de debajo de la montaña de todo lo que sabemos.

Todos tenemos una idea de cómo debería ser un texto literario, incluso quienes nunca participaron de un taller de escritura. El desafío es disolver la masa sólida de lo que sabemos, las recetas, los lugares comunes, la idea que tenemos de lo literario, y creo que sólo la lectura y el devenir inexplicable de una biblioteca personal abren el universo de lo que es posible y deseable en la escritura.

En unas semanas vuelve a empezar el Taller de Iniciación a la Escritura Creativa. Ahí vamos a ordenar un poco las ideas, sacudir lo que conocemos y orientarnos con algunas pautas provisorias que nos den claridad para revisar nuestros textos.

Lo más importante es que vamos a poner en práctica el único secreto detrás de una escritura que se disfruta y que avanza: leer, escribir y corregir; leer, escribir y corregir…

Mientras tanto, esta semana te propongo que escribas un texto sobre dos personajes que desarrollen su vida frente a un ventanal y resulten afectados por lo que ven día a día. (Si ya tenés un proyecto en curso, podés crear una escena en la que una ventana y lo visto a través de ella sean determinantes).

Mucha suerte, y a trabajar

Saludos,

Ariel


PS

43. El surfista

Me alegra volver a estar en contacto en este formato más extenso. Espero que los envíos breves del verano te hayan servido para escribir o para pensar algo nuevo en tus textos.

Durante estos meses anduve por acá, pero detrás de escena. Por un lado, recibí la espectacular noticia de que la editorial Azul Francia estaba interesada en publicar un libro de cuentos que terminé de armar el año pasado. Se llama Una producción independiente, al igual que uno de los relatos que lo integran, y contiene una serie de ficciones sobre el mundo del trabajo, la vida urbana, los vínculos humanos y otras delicias del siglo actual. Si todo va bien, en mayo estará entre nosotros.

Por otro lado, me dediqué a delinear distintas propuestas para trabajar con ustedes este año. Digo delinear y no planificar porque hace falta cierto grado de indeterminación para mantener el entusiasmo. Por lo menos, eso es lo que me pasa a mí, y en particular en lo relacionado con la escritura. Si tengo una idea para un texto y en lugar de escribirla me pongo a organizarla en un plan preciso, se me van las ganas de seguir. Me da la impresión de que con el plan ya es suficiente, que todo está ahí, y agregarle lo que va del punto A al punto B pierde todo sentido. Es la diferencia entre dibujar y formar una figura uniendo puntos numerados.

Esa misma indeterminación es la que a veces paraliza, porque si hay algo difícil en escribir es aguantarse no saber adónde uno va hasta que llega ahí. Lo que sí sabemos es que ante lo que no se sabe, hay que aprender. Primero aprender, después hacer, dice el sentido común. Y es fácil aprender, y por todas partes hay recursos para aprender, tanto gratuitos como pagos; muchos son muy buenos, enriquecedores, hechos por personas muy capaces, pero ninguno resuelve la indeterminación a la que uno se enfrenta al hacer. La verdad, lo dicen los grandes maestros de la literatura, es que no hay teoría capaz de llenar ese vacío. Y si la hubiera, estoy seguro de que sería decepcionante.

Hace poco, a partir de una consulta de alguien que buscaba más teoría para resolver un problema en su escritura, se me ocurrió que escribir es en cierto sentido como surfear. En el surf importa la técnica, pero no tanto como entrar en sintonía con el ritmo del mar. Para no caerse y llegar a algún lado, el cuerpo (no la conciencia) tiene que comprender que está atado a algo más poderoso que él, inconmensurable, y que no tiene otra alternativa que fluir, adecuarse con movimientos, a veces reflejos imperceptibles de los tobillos, las rodillas, la cadera, los brazos. Hay un saber en juego, pero es un saber teórico sólo hasta cierto punto. Es el cuerpo del surfista quien sabe, pero ni siquiera así el surfista sabe adónde va, cuántas olas montará o si podrá mantener el equilibrio a lo largo del trayecto. Tampoco importa.

Si hay algo vivo en la escritura es el acto de lanzarse al mar y tratar de hacer equilibrio en la vastedad del lenguaje, siempre ondulada y en movimiento. Por eso, las propuestas de este año tendrán el sentido doble de un oleaje. Veremos teoría, pero siempre en acción, en literatura viva, y en la medida en que nos sirva; después vamos a ocuparnos de desaprender lo escolar, lo impropio, para que aparezca el vértigo, el entusiasmo, para dar lugar a las ganas de escribir.

Te invito a acompañarme.

Por lo pronto, esta semana te propongo escribir una historia que se desarrolle junto a una obra en construcción (si ya tenés un proyecto en curso, podés tomar la propuesta para una escena).

Mucha suerte, y a trabajar

Saludos,

Ariel


PS

El oficio de escritor

de Amos Oz

Trabajo como un relojero o un joyero de otros tiempos: un ojo cerrado, el otro ojo metido en una lente de relojero semejante a una torre, unas pinzas finas en los dedos; encima de la mesa, delante de mí, no hay fichas, sino un puñado de pedazos de papel donde he anotado diversas palabras, verbos, adjetivos y adverbios, y también montones y montones de frases inacabadas, y retazos de expresiones, esbozos de descripciones y todo tipo de experimentos de combinaciones de palabras. De vez en cuando cojo cuidadosamente con las pinzas una de esas partículas, minúscula molécula de un texto, la levanto y la examino bien a contraluz, le doy la vuelta, me inclino, limo y pulo un poco, y vuelvo a levantarla y vuelvo a analizarla a contraluz, pulo de nuevo una finísima arruga y me inclino e inserto con cuidado la palabra o la expresión en el lugar que le corresponde en el entramado. Y espero. Lo miro desde arriba, desde un lado, con la cabeza algo inclinada, del derecho y del revés. Aún no estoy del todo satisfecho, vuelvo a sacar la partícula que acabo de insertar e intento poner otra en su lugar, o ubicar la palabra anterior en otro hueco de la misma frase, y la saco y raspo un poco más, e intento fijar de nuevo la palabra que había elegido, ¿tal vez en otro ángulo? ¿En un contexto ligeramente distinto? ¿Tal vez al final de la frase? ¿O al principio de la frase siguiente? ¿O no sería mejor subdividir y hacer una frase independiente de una sola palabra? Me levanto. Doy vueltas por la habitación. Vuelvo a la mesa. Me concentro en eso otro rato, borro toda la frase o arranco, arrugo y rompo la hoja en trocitos. Me desespero. Me maldigo en voz alta y maldigo la escritura y la lengua, y sin embargo comienzo de nuevo a componerlo todo. Escribir una novela, dije en una ocasión, es como construir con un mecano todas las cadenas montañosas de Europa. O como hacer París entero, con sus edificios, sus plazas, sus bulevares, sus torres y arrabales, hasta el último banco de la calle, con cerillas. Para escribir una novela de ochenta mil palabras debo tomar algo así como un cuarto de millón de decisiones: no sólo decisiones sobre el boceto de la trama, quién vivirá y quién morirá, quién amará y quién traicionará, quién se hará rico o se volverá loco, cuáles serán los nombres de los personajes, cómo serán sus caras y cuáles sus costumbres y ocupaciones, cómo dividirla en capítulos, cuál será el título del libro (ésas son las decisiones sencillas, las decisiones más burdas); y no sólo cuándo contar y cuándo silenciar, qué va antes y qué va después, qué revelar al detalle y qué sólo con alusiones (también ésas son decisiones bastante burdas), sobre todo se deben tomar miles de decisiones sutiles, como, por ejemplo, si poner ahí, en la tercera frase hacia el final del párrafo, azul o azulado. O celeste. O celeste oscuro. O tal vez azul ceniza. ¿Y poner ese azul ceniza al comienzo de la frase? ¿O mejor que estalle al final de la frase? ¿O en medio? ¿O que sea una frase breve independiente, un punto delante, un punto y una nueva línea detrás? ¿O no? ¿O es mejor que ese azul se sumerja en la arrastradora corriente de una frase compuesta y tortuosa, con muchos miembros y abundantes subordinaciones? O tal vez lo mejor sería escribir sencillamente cuatro palabras, «luz de la tarde», y no teñir esa luz de la tarde de ningún gris azulado ni ningún celeste polvoriento.

42. Las series

Estas consignas se apoyan sobre la idea de que la creación literaria se beneficia de un disparador externo.

La libertad total es un gran vacío en el que hay que tener una intuición muy fuerte o mucha claridad para saber hacia dónde avanzar. Eso no tiene que ver con un conocimiento, sino con una determinación que puede impulsar un proyecto y estar ausente en otro.

En un plano, con ese impulso o sin él, escribir es tomar decisiones. Amos Oz lo detalla de forma obsesiva: decisiones de trama, de personajes; decisiones de forma, de estructura del texto; y también decisiones en el nivel del lenguaje. (Acá el texto completo, que no vale la pena glosar.) A algunas personas esto les resulta muy entretenido, pero a otras se les hace pesado.

Las consignas de escritura, o como alguien entre ustedes las llamó, mucho mejor que yo, los pretextos para escribir, son una forma de delegar una parte de esas decisiones y así sacarle gravedad a la práctica de la escritura, pero no es la única.

Otra que me gusta es el uso de series. Consiste en tomar un sistema que ya exista fuera de la escritura y usarlo de inspiración para escribir. Sirven los signos del zodíaco, los pecados capitales, las estaciones del año, los barrios de una ciudad, los días de la semana, los números primos, los instrumentos de una banda de rock, las tortugas ninja, los elementos de la tabla periódica, prendas de la ropa, platos de un restaurante, nombres propios de persona que empiezan por L, los planetas de un sistema solar, formas de agradecer en distintas culturas, músicos célebres por una única canción, artistas asesinados por fans, posiciones del Kamasutra, deportes atípicos, etcétera.

No importa que sean sistemas con un número determinado de elementos o no, pero, como nos enseña el género policial, para armar una serie hacen falta al menos tres: uno es un caso aislado, dos es coincidencia, tres ya es una serie.

La propuesta para esta semana y para las próximas dos es trabajar así. Tomá una serie que te interese, o simplemente una cualquiera. No es necesario que esté entre las que nombré. Esta semana vas a escribir a partir de uno de sus elementos, que puede ser central para el texto o aparecer como un detalle más.

La próxima semana vamos a seguir con otro elemento de la serie, y la otra, con un tercero.

Mucha suerte, y a trabajar

Saludos,

Ariel


PS

41. Tantas preguntas

Hay un famoso poema de Bertolt Brecht que, en un anacronismo deliberado, podemos decir que busca dar visibilidad a las clases subalternas, ocultas en los relatos históricos tradicionales.

La historia ya no se escribe de la misma manera que en tiempos de Brecht, pero el poema conserva vigencia porque a veces lo olvidamos. También porque en lo social, lo visible y lo invisible, lo audible y lo inaudible, es un problema renovado en nuestra época de burbujas informativas y audiencias hiperdelimitadas.

De todos modos, no es por eso que lo traigo, sino porque además de esa función política, el poema es una propuesta de escritura a la que se puede volver siempre. Dice así:

Preguntas de un obrero que lee

¿Quién construyó Tebas, la de las siete puertas?
Los libros sólo guardan nombres de reyes.
¿Acaso arrastraron ellos bloques de piedra?
Y Babilonia, mil veces destruida,
¿quién volvió a levantarla otras tantas?
Quienes edificaron la dorada Lima, ¿en qué casas vivían?
¿Adónde fueron los albañiles
la noche en que se terminó la Gran Muralla?
Roma la grande está llena de arcos de triunfo.
¿Quién los erigió? ¿Sobre quienes triunfaron sus césares?
Bizancio, tantas veces cantada,
¿sólo tenía palacios para sus habitantes?
Hasta en la legendaria Atlántida, la noche en que el mar la tragó,
los que se ahogaban pedían, bramando, ayuda a sus esclavos.

El joven Alejandro conquistó la India.
¿El sólo?
César venció a los galos.
¿No llevaba siquiera a un cocinero?
Felipe II lloró al saber su flota hundida.
¿No lloró nadie más?
Federico de Prusia ganó la guerra de los Treinta Años.
¿Quién ganó además de él?
Un triunfo en cada página.
¿Quién preparaba los festines?
Un gran hombre cada diez años.
¿Quién pagaba los gastos?

A tantas historias,
tantas preguntas.


Esta semana te propongo escribir una ficción que tenga de fondo un hecho histórico. Si esa narración sólo puede ocurrir en ese contexto, mucho mejor. Lo importante es que tus protagonistas no sean los protagonistas del acontecimiento.

Mucha suerte, y a trabajar

Saludos,

Ariel


PS

40. Lo que (no) hay que leer

Hay libros que están ahí a la espera de uno, a veces en un sentido casi místico: uno encuentra un libro que contiene exactamente lo que necesita leer en ese momento.


Otras veces, hay una sensación de que hay que leer ciertos libros. Suele pasar con los títulos de la temporada, que son nombrados en los medios, en las redes, están en la vidriera de las librerías y un día uno los ve en la biblioteca de un amigo y termina de convencerse. Como cualquier producto de moda, salvo excepciones, terminan olvidados por todos, lectores incluidos, unos meses más tarde.


Luca Prodan cantaba: Nada te ata a leer la novedad. Por su parte Saer, menos confrontativo, para excusarse de esas lecturas y eludir el compromiso de opinar en público sobre sus contemporáneos, decía que lamentaba todavía no contar con tiempo para leerlos, porque aún tenía pendientes muchísimos clásicos.


Además de ser una salida elegante, lo que decía Saer se apoya en otro imperativo de la cultura, que es el deber de leer los clásicos que, como se sabe, son libros que están ahí para ser no leídos.


No es que estén prohibidos, claro. Algunos hasta son de lectura obligatoria en las escuelas. Quiero decir que están para ser comprados, vendidos, almacenados, expuestos, referidos, pero no leídos, porque en general lo que hace de un libro un clásico es algo externo a lo literario. Son libros que hay que leer no porque sean obras literarias excelsas, sino porque constituyen algo así como los pilares de nuestra cultura.


Puede que también sean grandes obras literarias, no lo niego. De hecho, las buenas lecturas de esta clase de obras con frecuencia revelan complejidades y sentidos que quedan aplastados por la etiqueta de “clásico”. Puede resultar que algunos textos incluso digan lo contrario de lo que les atribuyen las versiones oficiales. En cualquier caso, para comprobarlo habría que leerlos, ya fuera del imperativo, lo cual no es una mala idea, en especial ahora que se acerca el verano.


En lo personal, creo que es difícil, y por otra parte un sinsentido, seguir un plan de lecturas distinto del que marca la brújula interna de cada quien.

Esta semana te propongo que escribas el relato de un viaje que, por algún motivo, resulte revelador.

Mucha suerte, y a trabajar

Saludos,

Ariel


PS

39. Pinceladas

Hay cosas que en la escritura se dicen y ya, mientras que otras se dan a entender con indicios. El beneficio de lo primero es que se evitan las ambigüedades y se reduce el riesgo de que el texto no se comprenda. El problema es que la literatura se aloja, precisamente, en cierta forma de la ambigüedad, ahí donde el sentido titubea. En otras palabras, si todo está dicho, no queda lugar para el lector.

Digo “en cierta forma” porque a veces la ambigüedad puede dar lugar a la confusión, que por lo general no es un efecto favorable para un texto. Tal vez el juego de la escritura literaria sea el experimento de ver cuánto puede tensarse la ambigüedad mientras se permite que el lector haga pie en alguna parte, que pueda imaginarse algo.

Todo se vuelve claro al ponerse en el lugar del lector. No es divertido que te expliquen demasiado las cosas ni avanzar páginas y páginas sin entender nada. Nos gusta captar los códigos, las referencias, los guiños, las metáforas, encontrar imágenes poéticas que permitan ver los objetos con una luz inédita, elaborar nuestras propias hipótesis acerca de quién es el asesino. El espacio para que pasen esas cosas está construido en negativo sobre el texto, es un hueco, un silencio.

Es famosa la teoría del iceberg de Hemingway: lo que se ve en la superficie del texto es una pequeña fracción de lo que se narra. Quizás sea por esa teoría que al mismo Hemingway se le atribuye un relato hiperbreve que circula por ahí:

Se vende: zapatos de bebé, sin usar.

Ese es el relato (no el título) y la tristeza que transmite indica que todo está dicho, y que cualquier agregado arruinaría el texto. Al mismo tiempo, el texto casi no dice nada. La historia se proyecta en la mente del lector, si bien cada lector se proyectará un bebé distinto, un motivo de venta distinto, etcétera.

El texto tiene tres partes delimitadas por la puntuación (en el original en inglés, más rítmico, cada una está compuesta por dos palabras: For Sale: Baby shoes, never worn) y es un buen ejercicio ver cómo cambia el sentido si omitimos una en la lectura. Cada parte está ahí para dar una pincelada. Dos no son suficientes, sino que hacen falta las tres para que el relato funcione.

Esta semana te propongo un ejercicio de sustracción. Tomá algún texto que hayas escrito o leído y hacé la prueba de reescribirlo en una versión reducida en la que se pierda lo menos posible. Considerá qué es lo esencial de ese texto para que funcione como tal, y tratá de reconstruirlo con pinceladas mínimas.

Mucha suerte, y a trabajar

Saludos,

Ariel


PS