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52. No todo cambia

Hoy te propongo que escribas una serie de textos en los que varíe todo excepto una cosa. Por ejemplo: cada texto cuenta un viaje, pero en cada uno los personajes, el conflicto, el origen, el destino y el medio de transporte son distintos.

También podés escribir el primero de esos textos y continuar la serie en las próximas semanas, en combinación con otras consignas.

Mucha suerte, y a trabajar.


Emma Zunz

Jorge Luis Borges


El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Feino Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.

Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto continuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.

En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre «el desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.

No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico… De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.

El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió.

Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova… Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman.

¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia.

Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día… El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Pardójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.

Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer – ¡una Gauss, que le trajo una buena dote! -, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.

La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.

Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así.

 Ante Aarón Loeiventhal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces.

El considerable cuerpo se desplomó como si los estampidos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado («He vengado a mi padre y no me podrán castigar…»), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender.

Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble… El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga… Abusó de mí, lo maté…

La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.

51. Mis ojos están acá arriba

No es nuevo que la dinámica propia de los medios digitales, las redes sociales y los algoritmos de posicionamiento de resultados de búsqueda cambiaron la lógica de las publicaciones informativas.

La escuela tradicional del periodismo hablaba de una “pirámide invertida” en la que lo más importante estaba al principio. El titular sintetizaba el contenido de la nota, y a medida que uno leía podía ampliar en los detalles.

Hoy los títulos ya no dan información, sino que la sustraen mediante una incógnita o con una cita descontextualizada adrede. Si uno quiere tener alguna idea del tema es necesario ingresar a la nota, objetivo principal de este dispositivo textual, ya que el medio recibe dinero de sus anunciantes en relación proporcional con la cantidad de lectores efectivos. En realidad, en la industria no se nos llama lectores sino eyeballs (ojos), lo que me parece de una sinceridad escalofriante. 

Sin embargo, una vez dentro de la nota, no es raro encontrar carradas de texto inútil, repetitivo, contradictorio, mal escrito y sin la más mínima corrección. La razón es que todo ese texto no está ahí para ser leído, sino para satisfacer los que se supone que son los criterios de relevancia de los buscadores. Es decir, texto escrito (posiblemente por robots) para robots con el objetivo de extraer ojos de otra parte y echarlos al guiso.

Una vez más en esta columna: lo siento por los idealistas, pero las formas textuales tienen una sobredeterminación económica. Antes, cuando una persona compraba todos los días su diario preferido, la lógica era otra. Hoy, cuando ya muy poca gente compra diarios en papel y en cambio lee lo que se le cruza en una red social entre videos de cachorritos y bebés, así está la cosa. 

En lo personal, intento evitar esas lecturas incluso cuando prometen hablar sobre temas que me interesan. Si preciso informarme de algo, trato de ir directo a la fuente. El resto del tiempo, siempre cabe recordar que es finito, prefiero dedicarlo a textos que me consideren su lector y no un mero par de ojos.

Como dicen ciertas prendas escotadas: “mis ojos están acá arriba”, pero como también sugieren, más emocionante es abrir el juego de la mirada y la seducción.

Esta semana, te propongo que en tu texto ruede un ojo.

Mucha suerte, y a trabajar.


50. Obra encontrada

El lunes pasado encontré un libro tirado en la calle, cosa que siempre es un poco mística. Por el formato de bolsillo, las tapas de cuerina azul sin ninguna marca y un brillo dorado en el borde de las páginas me imaginé que era una Biblia. Por motivos que no sé precisar, la levanté.

Al final no era una Biblia, sino un clásico de la literatura. Estaba en su lengua original, que yo no entiendo, en una edición de 1934. No sé cuánto tiempo había estado ese libro ahí, pero se lo veía un poco maltratado y resultó tener un olor que no podría definir de otra forma que a culo.

No parecía la clase de libros que los enamorados se regalan unos a otros y después vuelan a la calle con las separaciones, pero el amor es una cosa muy extraña y uno nunca sabe hasta dónde puede llegar el poder de seducción de una novela realista decimonónica. Tampoco podía pensarse que fuera parte de una biblioteca desechada por sus herederos, porque el libro estaba solo. Se me ocurre que a alguien, quizás un estudiante de idiomas, se le cayó sin más de la mochila.

El tema es que yo lo había levantado y ahora no podía deshacerme de él. ¿Iba a tirarlo a la basura? ¿Qué diferencia había entre eso y quemarlo? ¿Es que era un nazi yo?

En busca de un pretexto para llevármelo, gané tiempo: en cuanto llegara a casa, iba a colgarlo afuera para que se ventilara, y así después poder cambiarlo por algún otro libro que me interesase, como hice hace un tiempo con una pila de volúmenes que para mí no tenía ningún valor literario ni afectivo y pasaban intactos de mudanza en mudanza.

Eso hice, solo que me olvidé. Pasaron los días y la obra maestra quedó expuesta a la lluvia. Si el proceso de ventilación había logrado sacarle el olor, la humedad se lo devolvió intensificado.

Al final, después de una semana de tenerlo en casa, decidí llevarlo de nuevo a la calle y dejarlo apoyado con prolijidad sobre alguna superficie elevada: una baranda, una de esas cajas con tableros eléctricos o incluso la tapa de un cesto de basura, todos lugares mejores que el suelo.

Eso voy a hacer. Hoy ya no, pero mañana seguro que sí.

Esta semana te propongo que escribas una historia o una escena que involucre un libro encontrado.

Mucha suerte, y a trabajar.


49. Los doscientos metros

Cuenta Osvaldo Bayer que en 1826 el gobierno argentino había contratado al coronel Friedrich Rauch para exterminar a los indios. En su último parte desde el frente, Rauch escribió “hoy hemos ahorrado balas, degollamos a 27 ranqueles”. Dice Bayer que este coronel era un prusiano valiente que acostumbraba a cabalgar con la espada en alto y a no menos de doscientos metros por delante de su compañía. Gracias a eso, un espía ranquel que lo había estudiado supo esperar escondido en el terreno para bolear al caballo y cortarle la cabeza al coronel.

El capítulo 19 de El padrino, de Mario Puzo, está protagonizado por Sonny Corleone. A diferencia de sus hermanos Michael, el razonador audaz, y Freddo, el incapaz y cobarde, Sonny encarna la pasión y la fuerza. Un llamado de auxilio por parte de su hermana menor lo saca de la fortaleza familiar en medio de la noche. La ira hacia su cuñado, que ha vuelto a lastimar a Connie, lo empuja a resolver el asunto con sus propias manos. Por deber, sus guardaespaldas lo siguen, pero en lo que tardan en subirse al auto Sonny ya avanza por la autopista a toda velocidad. Tal vez unos doscientos metros detrás de él, llegan a ver el resultado de la emboscada fatal que le han tendido sus enemigos.

Esta semana te propongo que escribas sobre un personaje al que le cueste cara la osadía de adelantarse, en sentido literal o metafórico, sus doscientos metros.

Mucha suerte, y a trabajar.


Vapor en el espejo

Sara Gallardo


Tokio se llama la tintorería de mi barrio. Su dueña, desde una mesa, vigila los trabajos. Casi no habla español. Entre el vapor sus hijos escuchan tangos en la radio.
El día que me hicieron rector de la Universidad fui a hacer planchar mis pantalones. Los muchachos me dieron una bata mientras esperaba.
Por pudor, la madre dejó el puesto. Lo ignora: enseño lenguas orientales. Pude leer, en la mesa, que escribía: Aquí estabas espejo cuatro años escondido entre papeles. Un rastro de belleza perduraba en tus aguas. ¿Por qué no lo guardaste?

De alguna cosa sirve, comprendí esa tarde, ser rector de la Universidad, experto en lenguas orientales, dueño de un solo pantalón.

Incluido en El país del humo.

48. Pistolas y condiciones

El filósofo alemán que dijo que el conflicto es el motor de la historia bien podría haber querido hacer una tesis sobre la narrativa. Es difícil que un paisaje estático tenga el atractivo del movimiento, y en la escritura nada se mueve como aquello que se sale de su cauce.

Hay un famoso recurso estructural y de economía literaria atribuido a Chéjov: si alguien va a morir de un disparo al final de tu texto, introducí el arma al principio y sin estridencias.

Pero esa no es la única forma de narrar a punta de pistola. De hecho, hay una que es su opuesta y es bien efectiva. Se trata de una recomendación del autor de policiales Raymond Chandler: cuando hayas llegado a un punto del texto en el que no sepas cómo avanzar, hacé que alguien entre en escena con un arma en la mano (un ejemplo literal y logrado de esto es “De repente llaman a la puerta”, de Etgar Keret).

Claro que no tiene por qué haber un arma. Lo que importa es el factor que amenaza, que desestabiliza, por lo que tal vez la versión más sutil de este principio sea la condición.

Hay condicionamientos fundamentales, que pueden pensarse con la estructura de Chéjov: planto una condición para después hacer rendir cuentas a mi personaje. Cuando Fausto acepta el pacto de tener todo lo que desea a cambio de entregar después su alma a Mefistófeles, la narración se vuelve una cuenta regresiva hasta un desenlace inquietante, porque al mismo tiempo lo esperamos y lo desconocemos: ¿habrá una forma de romper el pacto o será obligatorio cumplirlo?

Por otra parte, puede haber condiciones ad hoc, al estilo de Chandler: se descubre un tratamiento infalible para la caspa, pero hincha los pies; encontraste una cabaña espectacular para las vacaciones, pero está construida sobre un antiguo cementerio; por fin conseguiste el libro que buscaste durante años, pero al leerlo descubrís que le faltan dos páginas fundamentales. Cada pero abre una historia.

Esta semana, por supuesto, te propongo que escribas una historia a partir de una condición, o bien que incluyas una en lo que estés escribiendo.

Mucha suerte, y a trabajar.


De repente llaman a la puerta

Etgar Keret

Traducción de Ana María Bejarano incluida en el libro homónimo.


–Cuéntame un cuento –me ordena el hombre con barba que está sentado en el sofá de mi salón.

Reconozco que la situación me resulta bastante incómoda, porque yo escribo cuentos, pero no soy un cuenta cuentos. Y además no lo hago por encargo. La última persona que me pidió que le contara un cuento fue mi hijo, hace un año. Inventé algo sobre un hada y un ratón de campo, ni siquiera recuerdo qué, solo sé que a los dos minutos ya se había quedado dormido. Mientras que la situación de ahora es completamente distinta. Porque mi hijo no tiene barba. Ni pistola. Y porque mi hijo me pidió el cuento, mientras que la intención de este hombre es robármelo.

Procuro explicarle al barbudo que si enfunda la pistola será mucho mejor para él. Para los dos, en realidad. Porque es difícil que se te ocurra un cuento mientras te están encañonando la cabeza con una pistola cargada. Pero el tipo insiste.

–En este país –explica–, cuando quieres algo, tienes que exigirlo por la fuerza.

Es un inmigrante judío recién llegado de Suecia. En Suecia la situación es completamente diferente. Allí, cuando se quiere algo, se pide educadamente y, por lo general, te lo dan. Pero en el asfixiante y enrarecido Oriente Medio, eso no es así. A uno le basta con pasar aquí una semana para entender cómo funcionan las cosas. O para ser más exactos, para entender cómo no funcionan. Los palestinos pidieron con muy buenos modales un estado. ¿Se lo dieron? ¡Y una mierda! Mientras que cuando pasaron a hacerse saltar por los aires en autobuses cargados de niños, empezaron a escucharlos. Los colonos quisieron que se les enviara a alguien con quien dialogar. ¿Les enviaron a alguien? Otra mierda, eso es lo que les enviaron. Pero en cuanto se pusieron a repartir hostias y a lanzarles aceite hirviendo a los guardias de fronteras, los estamentos empezaron a querer tomar contacto. Este país solo entiende el lenguaje de la fuerza y no importa que se trate de un asunto de política, de economía o de una plaza de aparcamiento. Aquí solo entendemos la fuerza.

Suecia, el lugar desde el que el barbudo ha inmigrado, es un país progresista y avanzado en no pocos campos. Porque Suecia no es solo ABBA, IKEA y el Premio Nobel. Suecia es todo un mundo de cosas, y lo muchísimo que tienen lo han conseguido exclusivamente por las buenas. En Suecia, si se le hubiera ocurrido ir a casa de la solista de Ace of Base y llamar a la puerta para pedirle que le cantara una canción, ella le habría preparado una taza de té, habría sacado la guitarra de debajo de la cama y se habría puesto a tocar. Y todo con una sonrisa. ¿Pero aquí? Si no llevara una pistola en la mano seguro que yo lo habría echado a patadas escaleras abajo.

–Mira… –le digo intentando que entre en razón.

–Nada de mira –exclama furioso el barbudo montando el arma–, o el cuento o un balazo en la cabeza.

Así que comprendo que no tengo alternativa, que el tipo va completamente en serio.

–Hay dos personas sentadas en una habitación –empiezo–, cuando de repente alguien llama con los nudillos a la puerta.

El barbudo se yergue. Por un momento creo que el cuento lo ha atrapado. Pero no. Está escuchando otra cosa. Y es que realmente hay alguien llamando a la puerta con los nudillos.

–Abre –me dice–, y no intentes nada. Échalo de aquí lo más deprisa posible, porque si no esto va a acabar muy mal.

El joven de la puerta es un encuestador. Quiere hacerme unas cuantas preguntas. Muy cortas. Sobre la elevadísima humedad que hay aquí en verano y cómo esta afecta a mi estado de ánimo. Le digo que no quiero que me haga la encuesta, pero él, de todos modos, se cuela dentro.

–¿Quién es? –me pregunta, señalando hacia el barbudo.

–Es mi sobrino, de Suecia –le miento–. Ha venido para enterrar aquí a su padre que ha muerto en un alud de nieve. En estos momentos estábamos mirando el testamento. ¿Serías, pues, tan amable de respetar nuestra intimidad marchándote ahora mismo?

–¡Anda ya! –me dice el encuestador, dándome una palmadita en el hombro–, si son cuatro preguntitas de nada. Deja que este colega se pueda ganar el pan. Me pagan por encuesta hecha.

Se despatarra en el sofá con su carpeta. El sueco se sienta a su lado. Yo sigo de pie, intentando parecer convincente.

–Te ruego que te vayas –le digo–, has llegado en mal momento.

–¿Cómo que en mal momento? ¿Porque no soy lo suficientemente blanco? Para los suecos veo que sí dispones de todo el tiempo del mundo, pero para este marroquí que como soldado recién llegado del frente del Líbano se ha dejado allí el bofe, para este menda, no tienes ni un triste minuto.

Intento explicarle que eso no es así, que simplemente se le ha ocurrido llegar en un momento delicado para el sueco y para mí. Pero el encuestador se acerca el cañón de su pistola a los labios indicándome que me calle la boca.

–Anda ya –me dice–, déjate de excusas. Siéntate ahí en el sillón y desembucha.

–¿Que desembuche qué? –le pregunto.

La verdad es que ahora sí que estoy nervioso. El sueco también tiene una pistola y aquí se puede llegar a armar un verdadero enfrentamiento entre Oriente y Occidente o algo así, por la diferencia de mentalidad. O hasta quizá resulte que al sueco le dé por rayarse porque quería el cuento para él solito.

–No intentes tomarme el pelo –me amenaza el encuestador–, que soy de mecha corta. Venga, larga ya de una vez un cuento.

–Eso –se le une el sueco, con una sorprendente complicidad mientras también me apunta con su arma y yo carraspeo para volver a empezar.

–Tres personas están sentadas en una habitación…

–Y nada de «de repente llaman con los nudillos a la puerta» –me advierte el sueco.

El encuestador no entiende a qué se refiere, pero le sigue la corriente.

–Dale ya –exclama–, y sin llamadas a la puerta. Cuéntanos otra cosa. Algo que nos sorprenda.

Callo un momento y tomo aire. Los dos tienen la mirada fijada en mí. ¿Por qué tendré que verme siempre en situaciones como estas? A Amos Oz o a David Grossman nunca les pasaría algo así. De repente se oyen unos golpecitos en la puerta. La mirada de concentración de los dos se vuelve ahora amenazadora. Yo me encojo de hombros. No tengo nada que ver con eso, ni mi cuento tiene nada que ver con esa llamada a la puerta.

–Deshazte de él –me ordena el encuestador–, sea quien sea, dile que se pire.

Abro la puerta solo una rendija. Es un repartidor que trae una pizza.

–¿Eres Keret? –me pregunta.

–Sí –le digo–, pero yo no he pedido ninguna pizza.

–Aquí pone Zamenhof 14 –insiste, agitando una nota delante de mis narices y colándose dentro.

–Lo pondrá –le digo–, pero yo no he pedido ninguna pizza.

–Una familiar –se empecina él–, mitad de piña, mitad de anchoas. Está pagada. Con tarjeta. Solo tienes que darme la propina y me largo volando.

–¿Tú también has venido a por el cuento? –le pregunta el sueco.

–¿Qué cuento? –se extraña el repartidor de pizza.

Pero se le nota que miente, porque es muy mal actor.

–Venga, sácala –le espeta el encuestador–, saca la pistola de una vez.

–No tengo ninguna pistola –confiesa el repartidor, dejando asomar, sin embargo, de debajo de la caja de cartón, un largo cuchillo de carnicero–, pero lo haré picadillo si no se inventa enseguida una buena historia.

Ahora están los tres sentados en el sofá. El sueco a la derecha, a su lado el repartidor y a la izquierda el encuestador.

–Yo así no puedo –les digo–, no se me va a ocurrir ningún cuento si estáis ahí los tres con la tontería de las armas. Salid un rato a dar una vuelta y cuando volváis veré si os tengo algo preparado.

–Lo que va a hacer el mierda este es llamar a la policía –le dice el encuestador al sueco–. Se cree que nos chupamos el dedo.

–Venga, suelta ya uno y nos vamos –me suplica el repartidor de pizza–, uno cortito. No seas tacaño, que corren muy malos tiempos entre el paro, los atentados y los iraníes. La gente está sedienta de otra cosa. ¿Qué crees que nos ha traído hasta tu casa a unas personas normalitas como nosotros? La desesperación, hombre, la desesperación.

Yo asiento y vuelvo a empezar.

–Cuatro personas están sentadas en un sofá. Hace calor. Se aburren. El aire no funciona. Uno pide un cuento. Los demás le hacen coro…

–Eso no es un cuento –exclama irritado el encuestador–, eso es un informe de la situación, de lo que en este momento está pasando aquí. Precisamente de lo que estamos intentando escapar. No nos recicles la realidad como el camión de la basura. Dale a la imaginación, colega, inventa algo, venga, lo más increíble posible.

Vuelvo a empezar.

–Un hombre está sentado en una habitación. Está solo. Es escritor. Quiere escribir un cuento. Ha pasado mucho tiempo desde que escribió su último cuento y siente una fuerte añoranza. Echa de menos la sensación de crear algo a partir de algo. Sí, algo a partir de algo. Porque eso de crear algo de la nada es para cuando de verdad se inventa algo. Y eso ni merece la pena ni es gran cosa. Mientras que crear algo a partir de algo quiere decir saber descubrir algo que ya existía todo el tiempo en ti y descubrirlo a través de algo que ha sucedido y que nunca antes había pasado. Finalmente, el hombre decide escribir sobre la situación. No sobre la situación política, ni tampoco sobre la situación social del país. Decide escribir un cuento sobre la situación humana, o mejor dicho, sobre la condición humana tal y como él la está experimentando en ese mismo momento. Pero no se le ocurre nada. Porque la situación humana, tal y como él la está viviendo en ese momento, según parece, no merece ningún cuento. Está a punto de renunciar a la idea cuando de repente…

–Ya te lo he advertido –me interrumpe el sueco–, nada de llamadas a la puerta.

–Es que tiene que ser así –me empeño yo–, sin que llamen a la puerta no hay cuento.

–Déjalo –dice el repartidor de pizza suavemente–. Dale un poco de libertad. Que quiere que llamen a la puerta, pues que llamen. ¡Lo que sea, con tal de que nos cuente un cuento de una vez!

47. Ganar en la traducción

Los hablantes de español estamos acostumbrados a ver películas extranjeras con títulos traducidos, por así decirlo, de forma creativa. A lo que hablábamos en la clase sobre corrección acerca de cómo las condiciones de producción determinan los textos, acá habría que sumar los requisitos específicos del género: se espera que la traducción sea fiel al título original, también al contenido del film y que, en lo posible, además tenga un buen gancho. Y todo hay que hacerlo rápido. Seguro que cada quien ya tendrá en mente un ejemplo ilustre producido de esta manera.

Lo inusual es que un título traducido sea mejor que el original, pero este fin de semana tuve la suerte de encontrar un caso. Se trata de la película de Jim Jarmusch Stranger Than Paradise (en sentido literal, ‘Más extraño[s] que el paraíso’), traducida como Extraños en el paraíso.

La diferencia es sutil, pero ajusta mucho mejor el título a lo que presenta la película: los protagonistas son extraños porque son inmigrantes, extranjeros, y a la vez porque son ajenos al paraíso que se supone es el país que los ha recibido. El título original, en contraste, resulta impreciso, quizás demasiado poético, tal vez una cita perdida.

Se suele hablar de lo perdido en la traducción, de lo extraviado por el camino, pero no de lo que una traducción puede ganar, de lo que puede generar sobre la marcha. Puede que convenga revisar la idea de la traducción como algo inferior a la escritura.

En cierto modo, traducir no es muy distinto de escribir. Por eso, en los últimos tiempos los traductores, con justicia, ocupan mayores espacios en portadillas y hasta portadas de libros.

Visto desde el otro lado: ¿qué es la escritura sino una permanente traducción de una vida y unas lecturas a un lenguaje presente? En ese sentido, vale la pena intentar que, con respecto a su original, la nueva versión sea mejor, quiera decir eso lo que en ese momento quiera decir.

Esta semana te propongo que escribas una historia o una escena protagonizada por alguien que sea un extraño en el lugar donde se encuentra.

Mucha suerte, y a trabajar.

PS. Para quien le interese, Extraños en el paraíso puede verse gratis acá.