Ariel Pichersky
Este cuento forma parte de un libro homónimo que puede encontrarse acá.
Para su camarín privado, Jorge Buisson exigía por medio de su representante una pared espejada, un sillón de un cuerpo de base giratoria más otros dos de base fija, frutas variadas, aire acondicionado constante, botellas de agua Evian frías y a temperatura ambiente, cinco grandes bolsas de hielo y doce toallas limpias cada día, una cinta de correr de última generación, un masajista, y para el baño, que nadie más que él podía usar, una tabla de inodoro de madera lustrada, papel higiénico triple y jabón antibacterial.
Romina me dijo que me quedara tranquilo y que la dejara hablar a ella. Entonces le dijo al representante que no era nuestra intención ser descorteses ni dejar de reconocer todos los cuidados y atenciones que merece un actor de la talla de Jorge Buisson, pero que la nuestra era una producción independiente de escaso presupuesto, aunque haríamos lo posible para que su representado se sintiera cómodo en los días de filmación.
Lo cierto es que el poco dinero que teníamos ya estaba asignado al alquiler de equipos y locaciones, a seguros, a modestos honorarios y a no morirnos de hambre en esos días. Nos habíamos presentado al subsidio para tener un poco más de aire, y al enterarnos de que nos habían seleccionado sentimos una mezcla de alegría y alivio. Esa noche, para celebrar, con Romina fuimos a cenar a un restaurante italiano de la mejor zona de Congreso.
La decepción llegó cuando el ministerio empezó a bicicletear el pago. Éramos varios los que estábamos en la misma, así que después de mucho insistir nos dieron una reunión en la que llegamos a un acuerdo: plata no iban a darnos, pero si queríamos se comprometían a conseguirnos una figura de primera línea.
Nos daban a elegir entre una decena de actores y actrices: protagonistas de telenovelas del prime time, de obras de la avenida Corrientes y de éxitos de taquilla de los últimos años que, en mayor o menor grado, habían hecho campaña por el partido oficial en los programas televisivos de la tarde. Claro que no estábamos contentos, pero era mejor que nada.
Nos decidimos por Buisson, de quien además podía suponerse que debía algunos favores por cierto caso de contrabando en el que había estado involucrado y del que, de un momento a otro, no se supo más. Pensamos que su presencia en el elenco nos abriría las puertas de los festivales del mundo, y si hablaba francés como el escritor al que había interpretado en una de sus películas más recientes, hasta podíamos llegar a Cannes y conseguir buenas entrevistas. Además, su cara en el afiche llenaría las salas de mujeres de treinta y cinco a setenta años durante al menos un mes. Valía la pena intentarlo.
Con el representante terminamos por acordar que, en la medida en que las instalaciones lo permitieran, dispondríamos de un lugar privado para Buisson, quien se encargaría por sí mismo de conseguir lo que necesitara. Perfecto entonces, gracias por la consideración, dijo Romina con una voz dulce y conciliadora que al cortar el teléfono se volvió operativa: ahora le mandamos el cronograma y terminado el asunto.
Buisson se excusó: no podría venir a las reuniones de elenco previas al rodaje; en compensación, insistió en invitarnos a almorzar a Romina y a mí. Nos citó en un elegante pero moderno restaurante japonés en pleno Palermo, y sugirió que pidiéramos una determinada tabla de sushi, especialidad de la casa. Cuando dejé de fumar, dijo, también dejé el alcohol; yo voy a tomar agua, ustedes pidan lo que quieran. Por cortesía, nosotros también pedimos agua, que el mozo trajo y sirvió de tres botellas idénticas.
Jorge, le dijo Romina, para nosotros es un honor que participes del proyecto. El honor es mío, dijo él; poder aportar algo a cineastas jóvenes como ustedes es un privilegio. De inmediato se instaló un silencio que justifiqué con un sorbo de agua. ¿El libro es tuyo?, me dijo Buisson, porque es excelente… muy, muy bueno. Es una adaptación, dije yo, está basado en una novela. Ah, porque es muy bueno, dijo, el pibe… el vínculo que tiene con el padre… me gusta el mensaje. Es una buena historia, dije mientras el mozo nos acercaba una tabla de cincuenta piezas que incluía calamar, pulpo, variedades de salmón, y mariscos de carne blanca con aspecto fractal que nunca supe qué eran.
Romina dijo que lo más práctico, según nos parecía, era concentrar al principio de la filmación las escenas en que él participaba, así lo liberábamos pronto. Buisson escuchaba y asentía mientras doblaba la servilleta para llevársela al regazo. Lo que ustedes digan me parece bien, dijo y bebió de su copa lo que, a juzgar por la transformación de su cara, debía ser ácido muriático. Buisson se apartó de la mesa y escupió al suelo. Mozo, dijo, esto tiene gusto raro, hágame el favor de traer una copa limpia.
Esa noche le dije a Romina que ese tipo iba a cagarnos la película. Relajate, me dijo ella, tampoco es un papel tan importante, si se pone en divo le seguimos un poco el juego y listo, no pasa nada.
Buisson no iba a ser el protagonista. El rol principal lo tenía Pablo Nápoli, un actor que venía del under, alguien mucho más afín a nuestra búsqueda. Cualquiera que lo haya visto sabe que la cara de Nápoli sugiere algo detrás, que su mirada deja ver una personalidad compleja y contradictoria. El desafío era modular en ese primer plano la lucha interna de un hombre que batalla consigo mismo para devenir quien debe ser. Buisson iba a hacer de su padre, un melancólico que se niega a abandonar la casa familiar, ahora descascarada, húmeda y vacía.
Para esa locación reservamos un antiguo caserón por el barrio de Almagro. Lo había heredado Laura, una amiga de una amiga nuestra, y si bien en las condiciones en las que estaba no valía mucho como propiedad, ella sabía que era cuestión de tiempo para que una constructora le ofreciera muy buen dinero por tirarlo abajo y levantar una torre de durlock con amenities. Mientras tanto, Laura usaba la casa para organizar fiestas y la alquilaba a fotógrafos marginales. Para nuestra película era el lugar ideal.
El camarín de Buisson no era ningún lujo, pero sí una habitación con baño en suite. Cuando la abuela o la tía o la madre de Laura murió, cortaron los servicios, así que el baño privado contaba, además, a modo de cisterna, con su balde privado lleno de agua traída por una misteriosa manguera que entraba por la ventana. Laura nos había dicho que la usáramos tranquilos, que era agua corriente de la casa del vecino, con quien, según dijo, estaba todo hablado.
Por si llegábamos a necesitar alguno de los artefactos a gas, había garrafas. La luz, en cambio, sí estaba conectada a la red. En un principio también había una conexión ilegal, pero Laura había tenido que emprolijar las cosas para conseguir una habilitación municipal mínima. Nos dijo que una vez, antes de eso, un corto los había dejado sin luz en mitad de la noche y tuvo que suspender una fiesta y ponerse a echar drogadictos a oscuras. Por fuera de eso, las coimas que le pedía la policía le ahogaban el negocio, y más allá de todo, no estaba dispuesta a poner en riesgo su capital latente.
A pesar del aspecto, en la casa todo estaba más o menos bien, aunque la antigua instalación con caños metálicos, cables de tela y fusibles ya no servía. Lo más práctico para Laura fue hacer una nueva instalación exterior, así que íbamos a tener que cuidarnos de dejar fuera de cuadro las cajas blancas de tomacorrientes que había sobre los zócalos, un toque industrial moderno que cortaba la estética, por llamarla así, de aquel caserón clásico hecho mierda.
La noche anterior a la primera jornada de filmación, con Romina tuvimos una discusión estúpida que solo podía atribuirse a los nervios y que nos hizo dormir mal. Por eso, que la mañana siguiente Buisson llegase a la hora pactada me predispuso mejor. Del remise que lo trajo bajó un bolso deportivo y un pack de seis botellas de agua mineral nacional del segmento más alto. Apenas nos vio, sonrió como sonríen los galanes de televisión, y Romina me hizo un gesto para que fuera a ayudarlo a cargar las cosas.
Lindo lugar, dijo Buisson mientras subíamos las escaleras que crujían a cada paso. Ensayé una media sonrisa que no sé si él alcanzó a ver. A veces te toca el Hilton, dijo, y a veces Bagdad, qué se le va a hacer, pero todo bien, eh, no lo digo por vos, la profesión es así. Este va a ser tu camarín, le dije al abrir la puerta de lo que alguna vez fue la habitación principal de la casa. Él miró en redondo sin decir nada. Acomodate tranquilo, le dije, que en veinte hacemos maquillaje y vestuario. Cuando bajé, Romina me dio un beso y me preguntó si todo estaba bien. Todo bien, le dije, y vos, acá abajo, ¿todo bien? Romina dijo que sí.
Tres cuartos de hora más tarde, al set que armamos en la cocina bajó un Buisson pobre y envejecido, aunque todavía de cristalinos ojos celestes y con dos botellas de agua mineral. Nos asombró que el personaje coincidiera tanto con lo que habíamos imaginado. Le indiqué el orden de la escena. La idea era aprovechar que el espacio era grande y hacer una secuencia sin cortes desde un punto de vista alejado, de modo que él, al desplazarse, dejara vacía la mayor parte del campo. Primero debía colocar al fuego una pava de aluminio, y después hacer todos los pasos de la preparación de un mate en un jarrito de losa, para terminar encorvado sobre el mate, sentado a la cabecera de una mesa vacía.
Yo no tomo mate, dijo Buisson, me hace mal al estómago. No pasa nada, le dije, no tenés que tomar. Está bien, dijo él, pero tenés que explicarme. Explicar qué, dije yo. Cómo se hace, dijo, cómo se prepara el mate. ¿Nunca preparaste un mate? Te digo que no tomo, que me hace mal. Yo te muestro, dijo Romina y le mostró. A Buisson le bastaron apenas un par de intentos para que sus ademanes resultaran verosímiles.
Toma uno. Acción. Sin girar la llave de la hornalla, Buisson acerca un encendedor. No hay fuego. Corte. Toma dos: Buisson esta vez abre la llave, pero tampoco hay fuego; mira a cámara y dice: esto no funciona. Corte. Toma tres: Buisson enciende la hornalla, coloca la pava, busca el mate y le pone yerba hasta el tope. Toma cuatro: la pava golpea la mesada y la tapa cae al suelo. Toma cinco: Buisson abre el gas, la hornalla no enciende hasta el cuarto intento; se produce una pequeña explosión que lo asusta y lo hace retroceder; esto es un peligro, dice; pónganlo por computadora o lo que quieran, pero yo no lo hago.
Decidimos empezar la escena con la pava ya puesta y concentrarnos en la preparación del mate. Toma seis: muy poca yerba. Toma siete: Buisson clava la bombilla con demasiado ímpetu. Toma ocho: mate ensopado. Toma nueve: el polvo de la yerba hace estornudar a Buisson. Toma diez: Buisson vuelca el mate. Descanso.
La estrella terminó una de sus botellas de agua y subió a su camarín. Yo me acerqué a Romina y le dije: nos va a cagar la película. Ya sé que estás caliente, me dijo ella, pero qué querés hacer; tratemos de sacar al menos una toma buena; con un par de minutos alcanza, y después ajustamos en pospro; ahora dejá que sigo yo. Unos momentos después, Buisson bajó a decir: disculpen que los interrumpa, pero me parece que el botón del inodoro no funciona, ¿alguien puede ir a ver?
El contrato de Buisson prohibía fumar donde él estaba, así que aproveché para salir a la calle a tomar un poco de aire. Cuando apagué el cigarrillo vi venir a Nápoli algo más temprano del horario de citación. Me gustaría conocerlo antes de la parte que hacemos juntos, dijo, si puede ser. Estamos terminando una escena, le dije, está medio complicado el asunto; yo te diría que vuelvas en un rato. Me quedo a un costado, dijo Nápoli, no hay problema.
Con instrucciones de maestra jardinera, Romina logró que Buisson hiciera su parte. Hubo que resignar la secuencia sin cortes, pero con lo que teníamos íbamos a poder armar algo decente. Después del almuerzo, movimos los equipos a una sala de la planta baja y armamos la puesta para una de las escenas finales, donde se revela que, a pesar de ciertos cambios aparentes, padre e hijo habitan dimensiones subjetivas irreconciliables, con lo que ya no resulta posible entre ellos ninguna relación.
Cuando lo mandé llamar, Buisson bajó de inmediato. Se lo presenté a Nápoli, que le estrechó la mano con una efusividad de turista japonés. Así que vos sos el protagonista, dijo Buisson, mucho gusto. Nápoli, ingenuo, compró la falsa modestia de Buisson: que era un honor, que la vida, las oportunidades, los trenes, etcétera. Les dimos quince minutos para pasar texto.
Después de un mínimo ensayo, Buisson estaba listo. Miré a Nápoli y asintió. Comenzamos a rodar y la escena arrancó bien, hasta que Buisson dijo corten; tomó a Nápoli del brazo y le dijo ponete más acá. Yo dije mirá que estaban bien como estaban. Disculpame, dijo Buisson, pero a mí me parece que él tiene que estar más cerca, si no todo lo que yo digo del amor, de mis deseos de corazón y qué sé yo nadie se lo va a creer. Volvé adonde estabas, Pablo, dije, que a vos te toma esta cámara y a Jorge la otra, quédense así que están bien. Bueno, nos quedamos quietitos, dijo Buisson y Nápoli sonreía. Este pibe nos está jodiendo, le dije por lo bajo a Romina. Ella me dijo basta, metamos el plan y punto; mientras antes terminemos, mejor.
Toma tras toma, Buisson se iba acercando a Nápoli, y yo me contenía para no decir nada. Pero cuando hacia el final de la escena cambió una línea entera de diálogo, tuve que decirle: te equivocaste. Ah, bueno, dijo él, ¿qué es esto, una dictadura? No sé de qué hablás, Jorge, el guión dice otra cosa, repasalo tranquilo y seguimos. Mirá, negrito, me dijo, sé perfectamente lo que dice el guión, ¿y vos sabés lo que es la improvisación de un artista?, porque a mí me parece que no tenés idea.
Romina dijo descanso de diez minutos, me agarró del brazo y me llevó a un cuarto de la planta baja. ¿Te podés calmar, pelotudo?, me dijo. ¿Pero no ves que está haciendo mierda la película?, le dije yo. ¿Y qué vas a hacer?, ¿lo vas a rajar?, ¿cuándo te pensás que vamos a tener otra oportunidad así?; además, no está haciendo mierda la película, cambió dos putas líneas que ni siquiera están en la novela, las escribiste vos, ¿eso te jode?, ¿ves que sos un egocéntrico?, todo el día pensando en vos, en vos y en nadie más, o te creés que a mí me gusta poner cara de pelotuda y hacer como si nada, a ver si madurás de una buena vez y empezás a hacerte cargo. Romina tenía razón. O nos lo bancábamos como venía o la íbamos a tener demasiado cuesta arriba para llegar con la película a alguna parte. Tenés razón, le dije, disculpame, seguí vos que yo no digo nada.
Cuando volvimos al set le ofrecí a Buisson unas disculpas que parecían sinceras. Olvidate, negrito, dijo él, si el arte no se vive con intensidad, no es arte, es otra cosa, está todo bien, de verdad, y sabés qué, te pido un favor, dijo, si puede ser, ¿no me bajan otra botella de agua? Le dije que sí, que no había problema, y miré a Romina, que asintió.
Subí las escaleras con los puños apretados. Al llegar arriba escuché silencio en el set, acción, y cerré la puerta con suavidad. El camarín sí que era amplio, y en contraste con la cantidad de gente y equipos y con la oscuridad de la planta baja, era un ambiente tranquilo y luminoso. Del bolso abierto de Buisson asomaba una muda de ropa, un par de zapatos y un libro con el dibujo de un cerebro en la tapa. Me pregunté cómo sería él en su vida diaria, con sus hijas, con su mujer, en una casa vidriada, en un barrio cerrado. Aproveché para ir al baño y, mientras meaba, el balde cisterna me hizo pensar que tal vez el tipo estaba poniendo lo mejor de sí. Como fuera, ya estaba decidido a no meterme: cuando terminaran sus escenas, para todos nosotros empezaba otro rodaje. Agarré una botella de agua con la imagen de una mujer joven, liviana y despreocupada, y abrí despacio la puerta del camarín.
Primero no pude escuchar bien, pero a medida que con cuidado bajaba los peldaños me di cuenta de que Buisson no seguía mis líneas, y por su tono de voz tampoco parecía improvisar algo relacionado con la escena. Ya más abajo entendí mejor: Romina le había dado alguna indicación y él se quejaba porque quiénes nos pensábamos que éramos, que él había trabajado con directores de Hollywood, que sin él esta película no era nada, y que por favor, encima tenía que bancarse que lo dirigiera una pendeja cualquiera. Romina una vez más se mostró conciliadora, y para cuando llegué al descanso de la escalera Buisson había bajado el tono. En cualquier caso, más allá de Cannes, de los óscars, de los tickets o de lo que fuera, yo no iba a tolerar que a mi novia se la tratara así.
Volví al camarín, miré por la ventana y respiré profundo. Abrí la botella, tomé de un tirón cerca de medio litro de agua y respiré varias veces más. No iba a arruinarlo todo. Iba a bajar y hacer como si no me hubiera enterado de nada. Pero ese hijo de puta no se la iba a llevar de arriba así nomás. En el baño, saqué la manguera del balde, completé la botella hasta arriba, y antes de cerrarla me la pasé bien por el culo.
De regreso en el set, me acerqué a Buisson, y en un mismo movimiento abrí la botella y se la di. Gracias, dijo, me muero de sed. Él dio un buen trago, y de inmediato en su cara se dibujó una expresión de asco. Hay que reconocerle un gesto de decencia en no haber escupido sobre Nápoli o sobre mí, y haber apartado la cara hacia la pared, con la mala suerte de que ahí, tapada en el plano por la mesa, estaba una de las cajas de tomacorrientes de la nueva instalación eléctrica.
Al pasar la grabación en cámara lenta, puede verse cómo un rayo púrpura entra desde abajo y va directo a la cara de Buisson, junto con la explosión y la patada que lo tira hacia atrás.
Cuando su familia inició acciones legales nos enteramos de que Buisson en realidad no se llamaba Buisson, sino Rodríguez. Salvo eso, creo que el resto es historia conocida. Nuestra aseguradora no cedió ni un punto. El siniestro se había derivado de una imprudencia que nada tenía que ver con las indicaciones del guión, y había ocurrido en un lugar legalmente habilitado. No había nada que reclamar.
De Buisson rescatamos la secuencia del mate y una serie de largas miradas al suelo y a Nápoli, que con ciertos ajustes en el montaje sirvieron para la escena final.
Al público esperado se sumaron cientos de miles de espectadores llenos de un morbo alentado por los periodistas de espectáculos. En términos de recaudación, fue un verdadero éxito, y hasta llegamos a competir en San Sebastián.
A menos de un mes de haber vuelto a Buenos Aires, con Romina nos separamos. En el último tiempo, de mí ya no había nada que le viniera bien.
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