Un error frecuente entre quienes empiezan a escribir es subestimar al lector. Es una tragedia, porque la mayoría de las veces no es intencional. Como quiero que el lector entienda lo que yo quiero decir pero no termino de confiar en el poder de mis palabras, si algo me parece ambiguo, lo rectifico; si es confuso, lo aclaro; si lo dije apenas una vez, lo repito. El resultado es un texto ante el cual el lector siente que le dan todo demasiado masticado. En el otro extremo están los textos que sobreestiman al lector.
En lingüística, se llama gramaticalidad a la cualidad de las construcciones formadas de acuerdo a las normas de una lengua. “La casa está en llamas” es una construcción gramatical en castellano; “Casa está llama” no lo es. Sin embargo, una frase perfectamente gramatical puede ser incomprensible. Por ejemplo, un enunciado que, subordinada tras subordinada, se extendiera a lo largo de varias páginas puede ser correcto desde el punto de vista gramatical, pero difícilmente podamos procesar su sentido con la misma facilidad que un enunciado como “La casa está en llamas”.
Desde luego, en literatura uno puede hacer lo que quiera y tal vez una construcción como esa, sin un solo punto entre miles de palabras, sea justo lo que el texto pide, como es el caso en más de una obra maestra. O tal vez no, y el efecto de confusión perjudique al texto.
Algo similar podría pensarse con respecto a la estructura de un cuento, un libro de cuentos o una novela. Un material que se limita a usar pocos elementos puede ser eficiente. Es posible que agregarle ingredientes enriquezca el material, pero también puede que lo vuelva demasiado complejo.
Si cuento la historia de una amistad entre dos personajes, por ahí necesito algún elemento extra. Si cuento la historia de dos personajes que son amigos y atraviesan una guerra, y al final uno va a traicionar al otro, ya tengo algo más. Si cuento la historia de los dos amigos, la guerra y la traición, y a eso le sumo un viaje en el tiempo, tal vez esté al límite. Si escribo sobre dos amigos, una guerra, una traición, un viaje en el tiempo, sistemas de potabilización de agua, la filosofía de Schopenhauer y altero la cronología para empezar por el final, es probable que me haya pasado de la raya de lo comprensible.
Claro que todo depende. Si comprender cada una de esas cosas es esencial para que mi texto funcione (y el funcionamiento de un texto no es lo mismo que la intención autoral), puede que tenga un problema. Si no lo es, por ahí no. Pero creo que podemos estar de acuerdo en que suele ser importante que se entienda lo que contamos.
Me gusta la metáfora del escritor como malabarista para pensar en el manejo de temas y recursos. Se aprende a hacer malabares sumando de a una pelota a la vez, y cada agregado supone un desafío rítmico, matemático y físico que hay que dominar antes de pasar al siguiente nivel. Cuando alguien pretende hacer malabares con muchas más pelotas de las que es capaz se nota, porque todo se va pronto al suelo.
Desde el lado del espectador, ver el paso de tres pelotas a cuatro, cinco pone alerta; de cinco a seis, entusiasma, de seis a siete, ocho, nueve, diez, deslumbra; sin embargo, el paso de diez a doce, abruma, y el de doce a quince, por más perfecta que sea la técnica, ya da ganas de ver a los trapecistas.
Esta semana te propongo que escribas un texto compuesto de cinco párrafos. En cada uno se agregará un elemento que estaba ausente en el anterior.
Mucha suerte, y a trabajar.