Un buen texto parece haber sido escrito de un tirón, pero cualquiera que se haya sentado a escribir algo alguna vez sabe que la cosa no funciona así. Uno avanza con una primera versión, después la revisa, cambia párrafos, elimina otros, reordena, busca una palabra que reemplace a otra que no le suena bien… Casi se diría que ahí está la verdadera escritura.
Como un texto es un tejido, las correcciones nunca se dan aisladas, y como uno es humano, es usual que al ajustar una cosa se desajuste otra, o que la corrección en la que uno se concentra después haga ruido con su contexto. Por eso, en teoría, un texto podría corregirse hasta el infinito. De ahí la idea borgeana de publicar para dejar de corregir.
Claro que corregir tiene sentido, y que un segunda mirada (la de quien escribió, con cierta distancia temporal) y una tercera (de alguien de confianza, capaz de dar una devolución centrada en el texto y no en cuánto nos aprecia), pueden aportar mucho y transformar el texto para mejor.
Además de eso, hay algo muy productivo en el proceso, en virtud de los nuevos errores que aparecen. En un capítulo de una novela en desarrollo que en estos días corregí para otra persona, la hija del protagonista, que no pasaba de los diez años, tenía expresiones y actitudes de una adolescente. Me imagino que en la primera versión del texto era una adolescente, pero por algún motivo de trama el autor le cambió la edad (tal vez necesitaba que esta chica dependiera de sus padres para moverse por la ciudad, o algo por el estilo).
Un primer impulso llevaría a normalizar, a darle a esa chica un lenguaje acorde a su edad o una edad acorde a su lenguaje. Sin embargo, la disonancia podía traer algo más interesante que eso. El ejercicio sería interpretarlo no como un error, sino como algo hecho adrede: ¿por qué esa nena hablaba así?, ¿eso decía algo acerca de la niñez en el universo de la novela?; en ese caso, ¿cómo quedaba configurada, por oposición, la adultez?; ¿otros personajes adoptarían la conducta que se les suele atribuir a los chicos?…
Acá, corregir hubiera llevado a tener en el texto una nena o una adolescente más como hay tantas en la literatura. El error, reencuadrado, abre la posibilidad de construir, a partir de lo disonante, un sistema nuevo, y eso es lo que hace singular a una escritura.
Esta semana te propongo escribir un texto que desarrolle su propia lógica a partir de un dato de la realidad apenas cambiado. Por ejemplo, los chicos hablan como adolescentes; los semáforos no tienen luz amarilla; el cielo normal no se ve celeste, sino como una hoja cuadriculada; etc.
Mucha suerte, y a trabajar
Saludos,
Ariel