En conversaciones del taller, en los últimos días surgió de distintos modos la idea de escribir ficción para transmitir un mensaje, lo que me parece un buen problema para pensar.
Así el mensaje sea de orden político, filosófico, moral o el que sea, esta idea supone que algo trasciende el texto, lo que lo acerca, entiendo, al uso particular del lenguaje que se da en los textos religiosos.
Ahí la palabra está al servicio de otra cosa. Es un medio para transmitir algo a lo que no se puede acceder directamente. Un texto sagrado no se juzga por su claridad, su belleza, su fluidez, su verosimilitud, etcétera, sino que vale en la medida en que transmite con fidelidad el mensaje que encierra.
Las propias ideas de encerrar o descifrar suponen que hay un más allá del texto: un lugar al que se quisiera acceder y que el texto al mismo tiempo señala y protege. La utopía implícita sería quitar el texto del medio para acceder sin mediación a eso que está más allá.
Si esto se aproxima a concepciones más o menos conscientes que podamos tener sobre la escritura es porque llega como eco a la noción romántica de la que ya hablamos un poco: el autor como genio, la creación como fruto de la inspiración, la obra como objeto aurático. Desde esta perspectiva, una obra vale en la medida en que se inscribe en ese esquema y, como las imágenes religiosas o los templos, encierra algo de esa fuerza trascendental que está en su origen.
Como lectores o espectadores de la obra podríamos contagiarnos de su espiritualidad, trascender momentáneamente también nosotros. ¿Por qué, si no, la gente se saca selfies con las pinturas en los museos? ¿Por qué les pedimos a los autores que firmen nuestro ejemplar de su libro?
Con las vanguardias estéticas de principios del siglo XX el foco se corrió del autor y la obra al procedimiento. El consabido mingitorio de Marcel Duchamp no vale por el virtuosismo de su construcción o por las voces místicas que lo inspiraron, sino como gesto, como intervención en un contexto institucional llamado arte (la obra es la intervención). Y si la obra vale por sí misma y no por algo que la trasciende, ya no hay un más allá de la obra, que pasa a considerarse en su pura materialidad de artefacto.
Esto en literatura tiene distintos exponentes. Quizás el más extremo sean los caligramas y la poesía concreta: la forma del texto en la página, que antes era algo en lo que un escritor no pensaba en absoluto, de pronto adquiere relevancia. No importa que yo no escriba poesía concreta, lo relevante es que después de esa experiencia ya no puedo ignorar que la disposición de las palabras en la hoja es un recurso de significación. Incluso en una novela: como lectores intuimos que no da lo mismo que el espacio de una página esté ocupado por un gran párrafo compacto o que haya párrafos breves, diálogo y aire.
A cien años de la irrupción de las vanguardias, nos queda, cuanto menos, la certeza de que todos podemos participar en la creación artística y literaria. Eso sí, el precio es abandonar la pretensión de un mensaje (del que bien pueden ocuparse otros géneros no literarios) y disponernos al juego de armar un artefacto hecho de palabras.
(A menos, claro, que venga una voz a susurrarnos un mensaje divino. En ese caso, no tengo nada que objetar.)
La propuesta para esta semana es escribir un texto que juegue de alguna manera con la forma que dibujan las palabras en la página, tomando como inspiración los caligramas y la poesía concreta.
Vamos. Mucha suerte, y a trabajar.
Vamos. Mucha suerte, y a trabajar.
Saludos,
Ariel
PS. Podés encontrar las consignas pasadas acá.