De repente llaman a la puerta

Etgar Keret

Traducción de Ana María Bejarano incluida en el libro homónimo.


–Cuéntame un cuento –me ordena el hombre con barba que está sentado en el sofá de mi salón.

Reconozco que la situación me resulta bastante incómoda, porque yo escribo cuentos, pero no soy un cuenta cuentos. Y además no lo hago por encargo. La última persona que me pidió que le contara un cuento fue mi hijo, hace un año. Inventé algo sobre un hada y un ratón de campo, ni siquiera recuerdo qué, solo sé que a los dos minutos ya se había quedado dormido. Mientras que la situación de ahora es completamente distinta. Porque mi hijo no tiene barba. Ni pistola. Y porque mi hijo me pidió el cuento, mientras que la intención de este hombre es robármelo.

Procuro explicarle al barbudo que si enfunda la pistola será mucho mejor para él. Para los dos, en realidad. Porque es difícil que se te ocurra un cuento mientras te están encañonando la cabeza con una pistola cargada. Pero el tipo insiste.

–En este país –explica–, cuando quieres algo, tienes que exigirlo por la fuerza.

Es un inmigrante judío recién llegado de Suecia. En Suecia la situación es completamente diferente. Allí, cuando se quiere algo, se pide educadamente y, por lo general, te lo dan. Pero en el asfixiante y enrarecido Oriente Medio, eso no es así. A uno le basta con pasar aquí una semana para entender cómo funcionan las cosas. O para ser más exactos, para entender cómo no funcionan. Los palestinos pidieron con muy buenos modales un estado. ¿Se lo dieron? ¡Y una mierda! Mientras que cuando pasaron a hacerse saltar por los aires en autobuses cargados de niños, empezaron a escucharlos. Los colonos quisieron que se les enviara a alguien con quien dialogar. ¿Les enviaron a alguien? Otra mierda, eso es lo que les enviaron. Pero en cuanto se pusieron a repartir hostias y a lanzarles aceite hirviendo a los guardias de fronteras, los estamentos empezaron a querer tomar contacto. Este país solo entiende el lenguaje de la fuerza y no importa que se trate de un asunto de política, de economía o de una plaza de aparcamiento. Aquí solo entendemos la fuerza.

Suecia, el lugar desde el que el barbudo ha inmigrado, es un país progresista y avanzado en no pocos campos. Porque Suecia no es solo ABBA, IKEA y el Premio Nobel. Suecia es todo un mundo de cosas, y lo muchísimo que tienen lo han conseguido exclusivamente por las buenas. En Suecia, si se le hubiera ocurrido ir a casa de la solista de Ace of Base y llamar a la puerta para pedirle que le cantara una canción, ella le habría preparado una taza de té, habría sacado la guitarra de debajo de la cama y se habría puesto a tocar. Y todo con una sonrisa. ¿Pero aquí? Si no llevara una pistola en la mano seguro que yo lo habría echado a patadas escaleras abajo.

–Mira… –le digo intentando que entre en razón.

–Nada de mira –exclama furioso el barbudo montando el arma–, o el cuento o un balazo en la cabeza.

Así que comprendo que no tengo alternativa, que el tipo va completamente en serio.

–Hay dos personas sentadas en una habitación –empiezo–, cuando de repente alguien llama con los nudillos a la puerta.

El barbudo se yergue. Por un momento creo que el cuento lo ha atrapado. Pero no. Está escuchando otra cosa. Y es que realmente hay alguien llamando a la puerta con los nudillos.

–Abre –me dice–, y no intentes nada. Échalo de aquí lo más deprisa posible, porque si no esto va a acabar muy mal.

El joven de la puerta es un encuestador. Quiere hacerme unas cuantas preguntas. Muy cortas. Sobre la elevadísima humedad que hay aquí en verano y cómo esta afecta a mi estado de ánimo. Le digo que no quiero que me haga la encuesta, pero él, de todos modos, se cuela dentro.

–¿Quién es? –me pregunta, señalando hacia el barbudo.

–Es mi sobrino, de Suecia –le miento–. Ha venido para enterrar aquí a su padre que ha muerto en un alud de nieve. En estos momentos estábamos mirando el testamento. ¿Serías, pues, tan amable de respetar nuestra intimidad marchándote ahora mismo?

–¡Anda ya! –me dice el encuestador, dándome una palmadita en el hombro–, si son cuatro preguntitas de nada. Deja que este colega se pueda ganar el pan. Me pagan por encuesta hecha.

Se despatarra en el sofá con su carpeta. El sueco se sienta a su lado. Yo sigo de pie, intentando parecer convincente.

–Te ruego que te vayas –le digo–, has llegado en mal momento.

–¿Cómo que en mal momento? ¿Porque no soy lo suficientemente blanco? Para los suecos veo que sí dispones de todo el tiempo del mundo, pero para este marroquí que como soldado recién llegado del frente del Líbano se ha dejado allí el bofe, para este menda, no tienes ni un triste minuto.

Intento explicarle que eso no es así, que simplemente se le ha ocurrido llegar en un momento delicado para el sueco y para mí. Pero el encuestador se acerca el cañón de su pistola a los labios indicándome que me calle la boca.

–Anda ya –me dice–, déjate de excusas. Siéntate ahí en el sillón y desembucha.

–¿Que desembuche qué? –le pregunto.

La verdad es que ahora sí que estoy nervioso. El sueco también tiene una pistola y aquí se puede llegar a armar un verdadero enfrentamiento entre Oriente y Occidente o algo así, por la diferencia de mentalidad. O hasta quizá resulte que al sueco le dé por rayarse porque quería el cuento para él solito.

–No intentes tomarme el pelo –me amenaza el encuestador–, que soy de mecha corta. Venga, larga ya de una vez un cuento.

–Eso –se le une el sueco, con una sorprendente complicidad mientras también me apunta con su arma y yo carraspeo para volver a empezar.

–Tres personas están sentadas en una habitación…

–Y nada de «de repente llaman con los nudillos a la puerta» –me advierte el sueco.

El encuestador no entiende a qué se refiere, pero le sigue la corriente.

–Dale ya –exclama–, y sin llamadas a la puerta. Cuéntanos otra cosa. Algo que nos sorprenda.

Callo un momento y tomo aire. Los dos tienen la mirada fijada en mí. ¿Por qué tendré que verme siempre en situaciones como estas? A Amos Oz o a David Grossman nunca les pasaría algo así. De repente se oyen unos golpecitos en la puerta. La mirada de concentración de los dos se vuelve ahora amenazadora. Yo me encojo de hombros. No tengo nada que ver con eso, ni mi cuento tiene nada que ver con esa llamada a la puerta.

–Deshazte de él –me ordena el encuestador–, sea quien sea, dile que se pire.

Abro la puerta solo una rendija. Es un repartidor que trae una pizza.

–¿Eres Keret? –me pregunta.

–Sí –le digo–, pero yo no he pedido ninguna pizza.

–Aquí pone Zamenhof 14 –insiste, agitando una nota delante de mis narices y colándose dentro.

–Lo pondrá –le digo–, pero yo no he pedido ninguna pizza.

–Una familiar –se empecina él–, mitad de piña, mitad de anchoas. Está pagada. Con tarjeta. Solo tienes que darme la propina y me largo volando.

–¿Tú también has venido a por el cuento? –le pregunta el sueco.

–¿Qué cuento? –se extraña el repartidor de pizza.

Pero se le nota que miente, porque es muy mal actor.

–Venga, sácala –le espeta el encuestador–, saca la pistola de una vez.

–No tengo ninguna pistola –confiesa el repartidor, dejando asomar, sin embargo, de debajo de la caja de cartón, un largo cuchillo de carnicero–, pero lo haré picadillo si no se inventa enseguida una buena historia.

Ahora están los tres sentados en el sofá. El sueco a la derecha, a su lado el repartidor y a la izquierda el encuestador.

–Yo así no puedo –les digo–, no se me va a ocurrir ningún cuento si estáis ahí los tres con la tontería de las armas. Salid un rato a dar una vuelta y cuando volváis veré si os tengo algo preparado.

–Lo que va a hacer el mierda este es llamar a la policía –le dice el encuestador al sueco–. Se cree que nos chupamos el dedo.

–Venga, suelta ya uno y nos vamos –me suplica el repartidor de pizza–, uno cortito. No seas tacaño, que corren muy malos tiempos entre el paro, los atentados y los iraníes. La gente está sedienta de otra cosa. ¿Qué crees que nos ha traído hasta tu casa a unas personas normalitas como nosotros? La desesperación, hombre, la desesperación.

Yo asiento y vuelvo a empezar.

–Cuatro personas están sentadas en un sofá. Hace calor. Se aburren. El aire no funciona. Uno pide un cuento. Los demás le hacen coro…

–Eso no es un cuento –exclama irritado el encuestador–, eso es un informe de la situación, de lo que en este momento está pasando aquí. Precisamente de lo que estamos intentando escapar. No nos recicles la realidad como el camión de la basura. Dale a la imaginación, colega, inventa algo, venga, lo más increíble posible.

Vuelvo a empezar.

–Un hombre está sentado en una habitación. Está solo. Es escritor. Quiere escribir un cuento. Ha pasado mucho tiempo desde que escribió su último cuento y siente una fuerte añoranza. Echa de menos la sensación de crear algo a partir de algo. Sí, algo a partir de algo. Porque eso de crear algo de la nada es para cuando de verdad se inventa algo. Y eso ni merece la pena ni es gran cosa. Mientras que crear algo a partir de algo quiere decir saber descubrir algo que ya existía todo el tiempo en ti y descubrirlo a través de algo que ha sucedido y que nunca antes había pasado. Finalmente, el hombre decide escribir sobre la situación. No sobre la situación política, ni tampoco sobre la situación social del país. Decide escribir un cuento sobre la situación humana, o mejor dicho, sobre la condición humana tal y como él la está experimentando en ese mismo momento. Pero no se le ocurre nada. Porque la situación humana, tal y como él la está viviendo en ese momento, según parece, no merece ningún cuento. Está a punto de renunciar a la idea cuando de repente…

–Ya te lo he advertido –me interrumpe el sueco–, nada de llamadas a la puerta.

–Es que tiene que ser así –me empeño yo–, sin que llamen a la puerta no hay cuento.

–Déjalo –dice el repartidor de pizza suavemente–. Dale un poco de libertad. Que quiere que llamen a la puerta, pues que llamen. ¡Lo que sea, con tal de que nos cuente un cuento de una vez!