Ayer, durante la clase sobre corrección de textos propios, entre otras cosas comenté una idea que me viene con insistencia desde hace un tiempo.
La escritura literaria permite hacerlo todo. Al menos, todo lo que pueda hacerse por escrito, que no es poco. Tiene el potencial de romper las restricciones formales y los tabúes que se imponen en otros discursos.
Estas rupturas pueden ser tentadoras, y en ciertos momentos incluso necesarias, pero creo que nunca son tan atinadas como cuando el propio texto las pide.
Una historia ya ha sido escrita una infinidad de veces, pero esta vez, cuando yo la escribo, siento que algunas partes son pesadas, que me aburren de solo plantearlas. La fuerza del sentido común que me habita me lleva a escribir la historia como se ha escrito siempre, pero yo me propongo conducirla a un nuevo lugar: la desordeno, saco partes, agrego otras, cambio los personajes, su forma de hablar, las coordenadas de tiempo y espacio, me distancio, cambio el foco, la cruzo con otra historia, etcétera.
Seguir la norma al pie de la letra puede dar una impresión de seguridad, pero lo único seguro es el aburrimiento, tanto de quien escribe como de quien lee. Por el contrario, la pura experimentación puede volverse expulsiva, inaccesible, y por lo tanto ineficaz.
Entre esos polos hay un espectro de riesgo, que no es otro que el riesgo artístico: cuánto poner en juego para atrapar al lector y al mismo tiempo no sobreexigirlo. El riesgo, a fin de cuentas, no está de su lado, sino del nuestro. En el peor de los casos, el texto será abandonado en mitad de la lectura.
Esto no es una reivindicación del punto medio, que por otra parte no sabría cuál es. En cambio, es una propuesta para evaluar dónde se ubica un material y corregirlo en consecuencia. No para salvar el riesgo, sino para alinear todas las piezas y salir mejor preparados a la aventura que el texto propone.
Esta semana la consigna es escribir una historia o escena que involucre una limpieza trabajosa.
Mucha suerte, y a trabajar
Saludos,
Ariel