La semana pasada, la metáfora del surfista ilustraba en qué medida la experiencia es tan importante como la teoría, o incluso más. Lo que me interesaba atacar es la idea de que uno tiene que formarse durante un tiempo determinado antes de poder hacer lo que quiere hacer; en este caso, escribir.
Ahora que bajó un poco la espuma, diría que tampoco se trata de hacer, hacer y hacer sin detenerse nunca a revisar lo hecho, porque se corre el riesgo de arrastrar a lo largo del proceso problemas que hubiera sido mucho más sencillo resolver de entrada.
Una buena dinámica para avanzar sería: hacer, revisar, hacer, revisar, hacer, revisar… o bien, escribir, corregir, escribir, corregir, escribir, corregir… Siempre para adelante, claro, porque un texto puede corregirse hasta el infinito y no se trata de obsesionarse, sino todo lo contrario. Hay instancias de obsesión en la escritura, claro, pero conviene delimitarlas para poder cerrar los textos en algún momento.
Una forma de no enfrascarse de más en la revisión de un texto propio es saber qué observar en la corrección. Claro que con “saber” me refiero a este saber doble de la teoría y de la experiencia.
La corrección literaria de un texto tiene mucho menos que ver con reglas y formas de hacer las cosas bien o mal que con el desarrollo del oído, con la capacidad de percibir lo que suena y lo que no, lo que funciona y lo que no, aunque a veces sea difícil explicar por qué.
La gramática, la ortografía y la Real Academia Española (que en estos días nos dispensó la tilde de sólo para enseguida volver a llevársela) están muy bien para corregir un trabajo escolar y sacarse un diez, pero la literatura no pasa por ahí. Pasa, en cambio, por una exploración personal del lenguaje, de las lecturas y las inquietudes propias.
Entre un texto gramaticalmente perfecto y otro que mediante una torsión del lenguaje te haga ver un aspecto del mundo o de la vida que nunca habías concebido, ¿cuál preferirías leer? ¿Cuál te gustaría tratar de escribir?
No pasa por la originalidad, que no debería preocupar a nadie. Pasa por encontrar una mirada personal, una forma personal de decir, de escribir. Y no es que haya que encontrarla para empezar a escribir, sino que, con suerte, se descubre en la marcha. La cuestión es permitir que emerja de debajo de la montaña de todo lo que sabemos.
Todos tenemos una idea de cómo debería ser un texto literario, incluso quienes nunca participaron de un taller de escritura. El desafío es disolver la masa sólida de lo que sabemos, las recetas, los lugares comunes, la idea que tenemos de lo literario, y creo que sólo la lectura y el devenir inexplicable de una biblioteca personal abren el universo de lo que es posible y deseable en la escritura.
En unas semanas vuelve a empezar el Taller de Iniciación a la Escritura Creativa. Ahí vamos a ordenar un poco las ideas, sacudir lo que conocemos y orientarnos con algunas pautas provisorias que nos den claridad para revisar nuestros textos.
Lo más importante es que vamos a poner en práctica el único secreto detrás de una escritura que se disfruta y que avanza: leer, escribir y corregir; leer, escribir y corregir…
Mientras tanto, esta semana te propongo que escribas un texto sobre dos personajes que desarrollen su vida frente a un ventanal y resulten afectados por lo que ven día a día. (Si ya tenés un proyecto en curso, podés crear una escena en la que una ventana y lo visto a través de ella sean determinantes).
Mucha suerte, y a trabajar
Saludos,
Ariel