de Amos Oz
Trabajo como un relojero o un joyero de otros tiempos: un ojo cerrado, el otro ojo metido en una lente de relojero semejante a una torre, unas pinzas finas en los dedos; encima de la mesa, delante de mí, no hay fichas, sino un puñado de pedazos de papel donde he anotado diversas palabras, verbos, adjetivos y adverbios, y también montones y montones de frases inacabadas, y retazos de expresiones, esbozos de descripciones y todo tipo de experimentos de combinaciones de palabras. De vez en cuando cojo cuidadosamente con las pinzas una de esas partículas, minúscula molécula de un texto, la levanto y la examino bien a contraluz, le doy la vuelta, me inclino, limo y pulo un poco, y vuelvo a levantarla y vuelvo a analizarla a contraluz, pulo de nuevo una finísima arruga y me inclino e inserto con cuidado la palabra o la expresión en el lugar que le corresponde en el entramado. Y espero. Lo miro desde arriba, desde un lado, con la cabeza algo inclinada, del derecho y del revés. Aún no estoy del todo satisfecho, vuelvo a sacar la partícula que acabo de insertar e intento poner otra en su lugar, o ubicar la palabra anterior en otro hueco de la misma frase, y la saco y raspo un poco más, e intento fijar de nuevo la palabra que había elegido, ¿tal vez en otro ángulo? ¿En un contexto ligeramente distinto? ¿Tal vez al final de la frase? ¿O al principio de la frase siguiente? ¿O no sería mejor subdividir y hacer una frase independiente de una sola palabra? Me levanto. Doy vueltas por la habitación. Vuelvo a la mesa. Me concentro en eso otro rato, borro toda la frase o arranco, arrugo y rompo la hoja en trocitos. Me desespero. Me maldigo en voz alta y maldigo la escritura y la lengua, y sin embargo comienzo de nuevo a componerlo todo. Escribir una novela, dije en una ocasión, es como construir con un mecano todas las cadenas montañosas de Europa. O como hacer París entero, con sus edificios, sus plazas, sus bulevares, sus torres y arrabales, hasta el último banco de la calle, con cerillas. Para escribir una novela de ochenta mil palabras debo tomar algo así como un cuarto de millón de decisiones: no sólo decisiones sobre el boceto de la trama, quién vivirá y quién morirá, quién amará y quién traicionará, quién se hará rico o se volverá loco, cuáles serán los nombres de los personajes, cómo serán sus caras y cuáles sus costumbres y ocupaciones, cómo dividirla en capítulos, cuál será el título del libro (ésas son las decisiones sencillas, las decisiones más burdas); y no sólo cuándo contar y cuándo silenciar, qué va antes y qué va después, qué revelar al detalle y qué sólo con alusiones (también ésas son decisiones bastante burdas), sobre todo se deben tomar miles de decisiones sutiles, como, por ejemplo, si poner ahí, en la tercera frase hacia el final del párrafo, azul o azulado. O celeste. O celeste oscuro. O tal vez azul ceniza. ¿Y poner ese azul ceniza al comienzo de la frase? ¿O mejor que estalle al final de la frase? ¿O en medio? ¿O que sea una frase breve independiente, un punto delante, un punto y una nueva línea detrás? ¿O no? ¿O es mejor que ese azul se sumerja en la arrastradora corriente de una frase compuesta y tortuosa, con muchos miembros y abundantes subordinaciones? O tal vez lo mejor sería escribir sencillamente cuatro palabras, «luz de la tarde», y no teñir esa luz de la tarde de ningún gris azulado ni ningún celeste polvoriento.