La semana pasada hablamos de la motivación en los textos y de la verosimilitud del azar. En realidad hablé yo solo, o más bien escribí, pero bueno, también fuera de la ficción hay ciertos pactos que sostienen la enunciación.
Una de las cosas maravillosas de la literatura es que es imposible aprehenderla del todo. Existen muchísimos libros más de los que pueden leerse a lo largo de una vida, y por cada regla general que uno quiera establecer siempre habrá un contraejemplo que la niegue, o al menos la relativice.
Incluso la lógica del realismo según la cual cada hecho tiene su causa, por más razonable que nos parezca es una convención, y no es la única forma de hacer las cosas. En todo caso, no es un principio que abarque toda la literatura.
El recurso del deus ex machina que denostábamos la semana pasada es válido y bien efectivo para poner punto final a la narración oral de un cuento infantil y mandar a dormir al público en cuestión.
Por dar un ejemplo más prestigioso, la literatura de Samuel Beckett es un misil contra el realismo como encarnación del pensamiento racional. En Beckett subyace una idea que en filosofía elaborarán Theodor Adorno y Max Horkheimer sobre la experiencia del nazismo en Europa: ese punto límite de lo humano al que se llega con la implementación del campo de concentración no es, como podría pensarse, un desvío del proyecto racional iluminista (o sea, no es “una locura”), sino su consumación plena. El problema no es el desvío, es la matriz de pensamiento. A eso, Beckett opone una estética del absurdo.
Más acá de los ecos filosóficos, de lo que se trata es de modular la escritura y sus recursos (incluida la propia causalidad de los hechos) para establecer un diálogo con las lógicas de sentido circulantes o intervenir en ellas.
Eso sí, el riesgo es que el texto se vuelva incomprensible, pero a veces vale la pena correrlo.
Vamos. Mucha suerte, y a trabajar.
Saludos,
Ariel
PS. Podés encontrar las consignas pasadas acá.