En 2021, entre otras cosas, se cumplieron 60 años del primer viaje tripulado al espacio. El piloto de la misión fue Yuri Gagarin, que de un momento a otro se convirtió, sin exagerar, en la persona más famosa del mundo.
Sin embargo, hubo un precursor. Iván Ivánovich fue enviado al espacio 18 días antes que Gagarin. El objetivo de este vuelo preliminar era probar los posibles efectos de la hazaña en el cuerpo del primer cosmonauta oficial, un piloto de elite en cuyo entrenamiento y formación se había invertido muchísimo.
Ivánovich estuvo acompañado en su diminuta cabina por cantidad de ratones y otros animales de laboratorio, cada uno con su propia misión científica.
El vuelo, por otra parte, era una excelente oportunidad para testear el sistema de radio. Como se sabe, los soviéticos ya habían enviado perros al espacio, pero no estaba claro si, en condiciones orbitales, podría transmitirse la voz humana con la claridad suficiente.
Había un problema: Iván Ivánovich no hablaba, así que debería llevar consigo un dispositivo de reproducción de audio.
Estamos en 1961, plena Guerra Fría, y la paranoia es el sistema interpretativo por excelencia.
¿Qué debía contener la cinta de Iván Ivánovich? Lo más natural, se pensó en la comisión encargada de resolver el asunto, era un mensaje cualquiera. Alguien se opuso: con seguridad la transmisión sería captada por bases occidentales y podría interpretarse como parte de una misión de espionaje. Se sugirió entonces poner a alguien cantando. No, dijo otro, van a pensar que enviamos a alguien al espacio y que enloqueció.
Tras un buen rato se llegó a una solución que conformaba a todos: la cinta contendría la grabación de un coro, ya que nadie creería que se hubiera logrado poner a tanta gente en órbita.
Para el pobre Iván Ivánovich no había diferencia, porque tampoco escuchaba.
Puede que nuestro héroe fuera apenas un monigote, un muñeco de pruebas lleno de estopa y sensores, pero nos deja una buena lección de escritura.
Todo texto es un mensaje enviado a otro espacio (y a otro tiempo). Por más que uno lo planifique de antemano, es imposible agotar los contextos posibles de lectura, y por lo tanto los sentidos a los que puede dar lugar una misma secuencia de palabras.
Eso no significa que al leer un material se le pueda hacer decir cualquier cosa, que cualquier lectura sea válida o que todo esté librado a la interpretación. Significa que los marcos de lectura cambian, y con ellos también los efectos y las potencialidades de un texto.
Con eso presente, es posible trabajar la escritura para acotar esa proliferación. Si yo sé quién es mi lector, puedo conjeturar cómo va a reaccionar al texto que le ponga delante, y qué rasgos tiene que tener ese texto para orientar la lectura hacia donde me interesa.
Mientras más preciso y menos ambiguo sea, más control voy a tener sobre el sentido que el texto produzca en el contexto que le imagino.
Ese es, diría, nuestro juego: calibrar el cohete con su mensaje, y después lanzarlo a ver, en efecto, qué pasa. ⬛